Tengo muchas lecciones de la batalla de Seattle y una de ellas es que las policías pegan tan fuerte como sus compañeros varones. Me pegó mucho —aunque obviamente sobreviví— una de esas agentes. Ayer decidí rememorar aquel episodio y volví a la escena del crimen. Recuerdo ver cómo se ensañaban con Medea Benjamin, de Code Pink, y me acerqué para intentar detener a la policía. En ese momento, una mujer policía se abalanzó sobre mí y empezó a pegarme con la porra mientras me arrastraba, me dejaba caer sobre el asfalto y me daba el golpe de gracia plantándome una buena patada en el trasero. Pero ese no fue el peor golpe. El peor golpe fue para mi ego: me pegaron y patearon, pero no debí parecerles material de arresto.
Como César, dividiré mi charla en tres partes. Para empezar, compartiré algunas reflexiones sobre lo que significó Seattle para los cambios en los sistemas de conocimiento. En segundo lugar, analizaré cómo, a pesar de la profunda crisis del neoliberalismo, el capital financiero ha conseguido mantener un enorme poder. Y por último, apelaré a una nueva visión integral de lo que sería una sociedad deseable.
Seattle y la crisis del neoliberalismo
Creo que todos estamos familiarizados con la teoría de Thomas Kuhn sobre cómo tiene lugar el cambio en las ciencias físicas: los datos disonantes ya no se pueden encajar en el viejo paradigma hasta que aparece alguien con otro nuevo que permite explicarlos. Los sociólogos se han apropiado de Kuhn en sus esfuerzos por explicar el desplazamiento y la sustitución del pensamiento hegemónico en la política, la economía y la sociología. En mi opinión, mientras que en el caso del desplazamiento del keynesianismo a finales de los años setenta y la teoría de la elección racional y la hipótesis del mercado eficiente durante la reciente crisis financiera el papel de los datos disonantes se ha estudiado de forma exhaustiva, las explicaciones sobre el cambio en los sistemas de conocimiento no han logrado tener debidamente en cuenta el papel de la acción colectiva.
La batalla de Seattle subraya, desde mi punto de vista, el papel crítico —por no decir decisivo— que desempeña de la acción de masas en el desplazamiento de los sistemas de conocimiento. Me explico.
Por lo general, se entiende que la globalización ha fracasado a la hora de cumplir su triple promesa de sacar a los países del estancamiento, eliminar la pobreza y reducir las desigualdades. La crisis económica global, que tiene sus raíces en la globalización impulsada por las corporaciones y la liberalización financiera, ha acabado de enterrar la ideología del neoliberalismo.
Pero las cosas eran muy distintas hace dos décadas. Recuerdo todavía el triunfalismo que rodeó a la primera reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio, la OMC, en Singapur en noviembre de 1996. Allí, los representantes de los Estados Unidos y otros países desarrollados nos dijeron que la globalización impulsada por las grandes empresas era algo inevitable, que representaba la modernidad y que lo único que quedaba por hacer era conseguir que las políticas del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la OMC fueran más ‘coherentes’, con el fin de llegar antes a la utopía neoliberal de una economía mundial integrada.
De hecho, el impulso de la globalización parecía barrer todo lo que se encontraba en su paso, incluida la verdad. En la década anterior a Seattle, se publicaron muchos estudios, entre los cuales algunos informes de las Naciones Unidas, que cuestionaban el supuesto de que la globalización y las políticas del libre mercado conducían al crecimiento sostenido y la prosperidad. De hecho, los datos demostraban que la globalización y las políticas promercado estaban fomentando más desigualdades y pobreza, además de afianzar el estancamiento económico, sobre todo en el Sur Global. Sin embargo, estas cifras eran factoides más que hechos a ojos de la academia, la prensa y las instituciones legisladoras, que repetían sumisamente el mantra neoliberal de que la liberalización económica promovía el crecimiento y la prosperidad. La visión ortodoxa, repetida hasta la saciedad en las aulas, los medios de comunicación y los círculos normativos, sostenía que quienes criticaban la globalización eran encarnaciones modernas de los luditas o —como nos bautizó con displicencia Thomas Friedman— partidarios de la tierra plana.
Y entonces, en 1999, se produjo la batalla de Seattle. Después del alboroto de aquellos días en la ciudad, la prensa empezó a hablar del “lado oscuro de la globalización”, de las desigualdades y la pobreza que estaba creando la globalización. Posteriormente, se sucedieron algunas espectaculares deserciones del campamento de la globalización neoliberal, como las del financiero George Soros, el laureado Nobel Joseph Stiglitz y el destacado economista Jeffrey Sachs. El repliegue intelectual de la globalización llegó seguramente a su punto álgido en 2007, cuando, en un detallado informe elaborado por un grupo de economistas neoclásicos liderado por Angus Deaton, profesor de la Universidad de Princeton, y Ken Rogoff, ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional, se constataba que el Departamento de Estudios del Banco Mundial —fuente de la mayoría de las afirmaciones de que la globalización y la liberalización comercial conducían a menores tasas de pobreza, al crecimiento económico sostenido y a menos desigualdades— había distorsionado deliberadamente las cifras o había planteado argumentos injustificados.
Es verdad que el neoliberalismo sigue siendo el discurso por defecto entre muchos economistas y tecnócratas. Pero incluso antes del reciente desplome financiero global, ya había perdido gran parte de su credibilidad y legitimidad. ¿Qué marcó la diferencia? No fue tanto la investigación y el debate, sino la acción. Hizo falta la acción altermundialista de las masas en las calles de Seattle, interactuando en sinergia con la resistencia de los representantes de los países en desarrollo reunidos aquí, en el Centro de Convenciones del Sheraton, y el despliegue de la policía antidisturbios, para provocar el estrepitoso fracaso de una reunión ministerial de la OMC y convertir los factoides en hechos y verdades. Y la debacle intelectual que provocaron los acontecimientos de Seattle con respecto a la globalización tuvo consecuencias muy reales. Hoy, The Economist, el principal avatar de la globalización neoliberal, reconoce que la “integración de la economía mundial está batiéndose en retirada en casi todos los frentes” y que se está desplegando un proceso de “desglobalización” que en su día se consideraba impensable.
Seattle representó lo que Hegel llamaba un “acontecimiento histórico mundial”. La lección que nos enseña es que la verdad no solo está ahí, y es objetiva y eterna. La verdad se ve completada, se hace real y se ratifica a través de la acción. En Seattle, mujeres y hombres corrientes hicieron real la verdad con una acción colectiva que desacreditó un paradigma intelectual que había actuado como guardián ideológico del control empresarial. No diría que en Seattle se derrotó al neoliberalismo, pero, por utilizar una metáfora bélica, Seattle fue sin duda el Estalingrado del neoliberalismo. Se tardaría otra década en hacerlo retroceder definitivamente, y para ello tuvo que llegar la crisis financiera global, que barrió la teoría de la elección racional y la hipótesis del mercado eficiente que habían sido lo más avanzado de la globalización de las finanzas.
El pertinaz poder estructural del capital financiero
Sin embargo, el repliegue del paradigma neoliberal es solo la mitad del relato. Incluso con su crisis conceptual, las fuerzas del capital global han librado una batalla feroz en la retaguardia. Como ejemplo de ello, tomemos el caso del éxito del capital financiero a la hora de resistir cualquier cambio frente a la necesidad desnuda y el consenso social a favor de la reforma integral.
Cuando temblaron los cimientos de Wall Street, en el otoño del 2008, se habló mucho de dar a los bancos su merecido, encarcelando a los ‘bangsters’ e imponiendo una regulación draconiana. Un entonces recién elegido Barack Obama llegó al poder prometiendo la reforma bancaria y advirtiendo a Wall Street que “mi Gobierno es el único obstáculo entre ustedes y las horcas”.
Sin embargo, casi ocho años después del inicio de la crisis financiera global, es evidente que los responsables han conseguido salir completamente impunes. Y no solo eso, sino que han conseguido que los Gobiernos acarreen con los costes de la crisis y que la carga de la recuperación recaiga sobre sus víctimas.
¿Cómo lo lograron? La primera línea de defensa de los bancos fue conseguir que el Gobierno los rescatara del caos financiero que ellos mismos habían creado. Los bancos se negaron en redondo a sucumbir a la presión de Washington para crear una defensa colectiva con sus propios recursos. Utilizando el desplome masivo de los precios de los valores provocado por la caída de Lehman Brothers, los representantes del capital financiero pudieron chantajear tanto a los liberales como a la extrema derecha del Congreso y que se aprobara el Programa de Ayuda a los Activos Problemáticos (TARP en inglés) por valor de 700.000 millones de dólares de los Estados Unidos. La nacionalización de la banca se descartó por no estar en sintonía con los valores “estadounidenses”.
Posteriormente, los bancos emprendieron la guerra defensiva contra la regulación que habían aprendido a dominar en el Congreso desde hacía décadas y consiguieron —en 2009 y 2010— retirar de la Ley Dodd-Frank para la reforma de Wall Street y de la Ley de Protección de los Consumidores tres temas claves considerados necesarios para una reforma auténtica: la reducción del tamaño de los bancos; la separación institucional entre los bancos comerciales y los bancos de inversión; y la prohibición de la mayoría de los productos derivados, junto con la regulación efectiva de la llamada ‘banca en la sombra’ que había provocado la crisis.
Y lo hicieron mediante lo que Cornelia Woll llamó el “poder estructural” del capital financiero. Una dimensión de este poder fueron los 344 millones de dólares que la industria se gastó para cabildear en el Congreso de los Estados Unidos durante los primeros nueve meses de 2009, cuando los legisladores estaban emprendiendo la reforma financiera. El senador Chris Dodd, presidente del Comité de la Banca del Senado, recibió, él solo, 2,8 millones de dólares de Wall Street en los años 2007 y 2008. Pero quizá, igualmente poderosas que el arraigado lobby que ejercía Wall Street en el Congreso fueron algunas potentes voces del nuevo Gobierno de Obama, favorables a los banqueros, especialmente el secretario del Tesoro, Tim Geithner, y el jefe del Consejo de Asesores Económicos, Larry Summers, que habían actuado como estrechos colaboradores de Robert Rubin, reencarnados sucesivamente como copresidente de Goldman Sachs, jefe del Tesoro de Bill Clinton y presidente y asesor sénior de Citigroup.
Finalmente, el sector financiero logró su triunfo al incluir en la defensa de sus intereses una de las pocas suposiciones relevantes que quedan de la ideología neoliberal, que por lo demás se está desmoronando: que el Estado es la fuente de todas las cosas malas que ocurren en la economía. Al tiempo que se beneficiaba del rescate del Gobierno, Wall Street pudo cambiar la narrativa sobre las causas de la crisis financiera, responsabilizando completamente al Estado.
La mejor ilustración de esto es el caso de Europa. Igual que en los Estados Unidos, la crisis financiera en Europa fue provocada por la oferta, ya que los grandes bancos europeos buscaron productos de alta rentabilidad y rendimiento rápido, como los préstamos inmobiliarios o la especulación con derivados financieros, que sustituyeran la baja rentabilidad de las inversiones en la industria y la agricultura, o colocaron sus excedentes en bonos de alto rendimiento emitidos por los Gobiernos. De hecho, en su empeño de sacar más y más rentabilidad de los préstamos a los Gobiernos, a los bancos locales y a los promotores inmobiliarios, los bancos europeos invirtieron 2,5 billones de dólares en Irlanda, Grecia, Portugal y España.
El resultado fue que el coeficiente de la deuda, es decir, la relación entre la deuda y el PIB de Grecia, se elevó al 148% en 2010, llevando el país al borde de una crisis de la deuda soberana. Centrado en proteger a los bancos, el enfoque de las autoridades europeas para estabilizar las finanzas de Grecia no fue penalizar a los acreedores por prestar irresponsablemente, sino en hacer pagar a la ciudadanía todos los costes del ajuste.
La nueva narrativa, basada en “el Estado derrochador” más que en las finanzas privadas no reguladas como causa de la crisis financiera, se hizo rápidamente un lugar en los Estados Unidos, donde se utilizó no solo para hacer descarrilar la verdadera reforma bancaria sino también para impedir que se implantara un programa efectivo de estímulo en 2010. Christina Romer, la antigua jefa del Consejo de Asesores Económicos de Barack Obama, estimó en 1,8 billones de dólares el coste de invertir la recesión. Obama solo aprobó menos de la mitad de esta cantidad, es decir 87.000 millones de dólares, aplacando a la oposición republicana, pero impidiendo una rápida recuperación. De esta manera, el coste de los disparates de Wall Street no recayó en los bancos, sino en los estadounidenses corrientes; en 2011, el desempleo llegó al 10% de la población activa y el desempleo juvenil a más del 20%.
El triunfo de Wall Street al neutralizar la revuelta popular en su contra después del estallido de la crisis financiera se evidencia en los preliminares de las elecciones presidenciales de 2016. Las estadísticas de los Estados Unidos son claras: el 95% de las ganancias por renta de 2009 a 2012 fue para el 1%; la renta media fue 4.000 dólares más baja en 2014 que en 2000; la concentración de los activos financieros aumentó después de 2009, y los cuatro mayores bancos poseen activos que alcanzan casi el 50% del PIB. Sin embargo, la regulación de Wall Street no se ha incluido en los debates de las primarias republicanas y en los debates demócratas se ha tocado de pasada, a pesar de los esfuerzos valientes de Bernie Sanders de que fuera el centro de atención.