La hermosa palabra: arancel
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“La palabra más bonita del diccionario es arancel”, declaraba Donald Trump en octubre de 2014 en un encuentro en el Club Económico de Chicago.1 Meses después, esa frase representa el momento convulsionado de la economía global que estamos atravesando. Trump asumió su segundo gobierno pateando el tablero de juego de la economía global, apuntando a China al estilo de un cowboy texano. El esquema de aranceles descomunales aplicados desde el 2 de abril parece marcar que el estado de cosas no volverá a ser como antes. Incluso si en las próximas semanas algunos países logran negociar mejores condiciones comerciales, la inédita escalada de aranceles marca un cambio sustancial en el reinado de 30 años de políticas del libre comercio, y del discurso que lo ha sustentado.

Gage Skidmore/Flickr/CC BY-SA 2.0
¿Pero qué es lo que genera que los aranceles sean tan adorados por Trump? La prensa ensaya numerosas respuestas. Estas oscilan entre la desequilibrada balanza comercial con China (la cual es notoriamente deficitaria para EE. UU.), pasando por la reducción del empleo industrial nacional desde los años noventa, hasta el interés de recuperar parte de la hegemonía económica global perdida frente a China. Todas estas respuestas tienen un núcleo de verdad. Efectivamente, todas remiten a un mismo proceso: a la masiva relocalización productiva llevada adelante por las empresas norteamericanas desde los años ochenta. Proceso que, en la jerga de la economía internacional, se denominó globalización.
Visto así, el problema deja de ser China en sí misma. El problema central son los efectos que la internacionalización del capital ha tenido sobre el hegemón global. El proceso de relocalización productiva generó un efecto directo sobre el empleo industrial en EE. UU., que estuvo marcado en los años 60´s por un alto nivel de productividad, pero con un gigantesco costo para los empleadores. Es decir, la mano de obra más productiva costaba muy caro. Cuando la tecnología de la información y la comunicación, sumado a los avances en transporte y logística, permitieron a las empresas estadounidenses partir el proceso productivo en pedazos, estas lo hicieron, y llevaron las fábricas al sudeste asiático, China e India, dejando en el territorio de origen solamente el manejo de la marca. El manejo del logo, como decía Naomi Klein a fines de los noventa.
Desde el punto de vista del Estado, Trump no está equivocado: de un modo poco convencional, está expresando el impacto de la globalización económica sobre el propio territorio. Primero, porque la relocalización productiva recortó la capacidad de EE. UU. de seguir produciendo materiales claves para la industria como el acero. Además, los productores de chips y semiconductores que son esenciales para la industria espacial y de guerra no producen en territorio estadounidense, lo cual pone en riesgo la seguridad nacional. Y, además, porque el empleo industrial cayó de manera contundente en los últimos 30 años, reduciendo el nivel de productividad norteamericano.
Sin embargo, aquello que es visto por el gobierno estadounidense como un problema, en realidad ha significado una ganancia desorbitante para las propias empresas que pudieron aprovechar la relocalización productiva. ¿Cómo se desarrolló este proceso? Luego del desplome de la Unión Soviética, los países que eran de la órbita soviética salieron “al mercado” global, ofreciendo sus ventajas comparativas. Las empresas estadounidenses (y las europeas) pudieron aprovechar la desesperación de los Estados asiáticos que ofrecieron las mejores condiciones para la llegada de la inversión extranjera. Estas empresas hicieron ganancias inéditas de los bajos costos laborales, aprovechando la inexistente experiencia sindical de los trabajadores, junto con la militarización de las zonas de producción para la exportación garantizado por los gobiernos locales. Los incentivos estatales fueron clave para que las empresas lograran un salto productivo inédito, generándoles ganancias extraordinarias. Asimismo, China ofreció un masivo mercado interno en crecimiento de mil millones de consumidores. La eficacia progresiva en la logística y el transporte permitió asimismo acelerar los tiempos de circulación de las mercancías de puerto a puerto, de un continente a otro, mejorando las cadenas de suministro. A todo esto, se sumó la firma masiva de tratados con cláusulas de protección de la inversión extranjera, que daba la capacidad a los inversores de demandar a los Estados en el arbitraje internacional ante cualquier regulación de los gobiernos que pudiera ser entendida como expropiatoria. En suma: mano de obra barata, disciplina laboral, cadenas de suministro aceitadas, garantías jurídicas de respeto a la inversión. ¿Qué podía salir mal?
En definitiva, aquello que quita el sueño a Trump, que es una menor incidencia de EE. UU. en la economía global, tiene su evidente contracara: la ganancia exorbitante de las propias empresas estadounidenses produciendo en el exterior. Hoy, quienes más se oponen y se preocupan por los aranceles son las propias empresas. El cambio de reglas de juego les genera incertidumbre: ¿qué sucedería si deben volver a producir en Estados Unidos? En primer lugar, un aumento enorme de los costos. El trabajador industrial estadounidense sigue cobrando un salario más alto que el trabajador chino. Incluso con las alzas de salarios de los últimos 10 años en China, no se igualan a la media del trabajador industrial en territorio americano. Si pensamos en el caso de México, la diferencia de salarios por el mismo empleo industrial entre trabajadores mexicanos y estadounidenses se sigue manteniendo unas 6 veces por debajo.2 ¿Quién absorbería esa diferencia de costo? Incluso con la protección que implican los aranceles de Trump (porque la política proteccionista siempre genera una barrera artificial de protección de los capitales locales), muchas empresas esperan una caída en sus niveles de ganancias de tener que volver a producir en territorio estadounidense.
Algunas industrias se mueven lentamente, y necesitarían hasta 10 años para poder llevar una parte importante de su producción a EE. UU. Incluso así, una parte importante de la producción debería automatizarse, es decir, reemplazar mano de obra por robots. Por ejemplo, en la ciudad donde se fabrican los iPhone, Zhengzhou (que es conocida como “la ciudad iPhone”), se emplean hasta 300.000 trabajadores con una alta especialización en pequeños componentes.3 EE. UU. ya no tiene eso: existe una escasez de mano de obra industrial especializada, y los norteamericanos no tienen un deseo real de ocupar esos puestos de trabajo, como muestra una encuesta del CATO Institute en 2024.4
Las empresas que hace mucho tiempo salieron de EE. UU. y relocalizaron en el este, pueden volver a producir su casa natal. Sí, es posible. Pero la internacionalización de las fuerzas productivas ha alcanzado tal nivel que se haría materialmente muy difícil, por no decir imposible, volver a encerrarlas al interior de las fronteras nacionales (o al interior de regiones). Los incentivos fiscales y laborales que deberá dar Trump son gigantescos, ocupando el rol de un Estado que, nuevamente, favorece a los grupos económicos concentrados mientras la hermosa palabra, aranceles, genera en el corto plazo una recesión económica, inflación y desempleo que afecta principalmente, a la clase trabajadora estadounidense. .