En nuestra opinión, aquí es donde debe centrarse el malestar sobre la reducción del espacio de protesta. A pesar de las declaraciones públicas de la policía sobre su papel de “mantener el equilibrio entre los derechos de las personas manifestantes y los de las demás”, la idea de que los agentes desempeñan un papel benévolo como árbitro entre los intereses de la sociedad civil y los de las empresas o los organismos estatales es una ficción reconfortante.
En cambio, la policía hace juicios políticos altamente subjetivos sobre el uso de la fuerza u otras tácticas disruptivas o represivas en las protestas, impulsados por una agenda basada en la seguridad y el orden público, en vez de una verdadera preocupación por facilitar el derecho a la libertad de reunión. En palabras del TNI, favorece “un cierto tipo de acción política al servicio de otra”. Esto no ocurre solo en el Sur Global o en países de la antigua Unión Soviética, sino de forma rutinaria en países de Europa occidental, como el Reino Unido.
En tales circunstancias, la definición de qué constituye una ‘protesta pacífica’ tiene cada vez menos que ver con un riesgo real de violencia (y en nuestra experiencia, en la gran mayoría de las protestas celebradas en Gran Bretaña no se efectúan detenciones por conducta violenta), y más con los destinatarios de las protestas y si hay posibilidad de que los manifestantes interrumpan algún aspecto de los intereses estatales o empresariales.
Esto se hace especialmente evidente en la calificación reiterada de un gran abanico de movimientos sociales no violentos en el Reino Unido como “extremismo interno” y la conexión de cualquier acción no lícita con la ilegitimidad o con el riesgo de vulnerabilidad o radicalización. Esto se ha utilizado para justificar la intolerancia posterior de la policía del más mínimo trastorno que la protesta, inevitablemente, provoca.
Una vez nombrado el enemigo, se despliega posteriormente una vigilancia intensiva, en paralelo con la agresiva ‘guerra contra las bandas’ de la policía, lo que incluye recordatorios manifiestos de la dimensión del poder policial y el uso encubierto de agentes secretos para minar deliberadamente las actividades de los y las activistas.
Las implicaciones de esta recopilación de datos y su uso por parte de la policía son que las personas que participan en asambleas públicas tienen más probabilidad de ser arrestadas, de que se les pare sus vehículos y, en algunos casos, de que se les detenga en las fronteras . Se ha interferido también en asuntos no relacionados directamente con la protesta. Por ejemplo, algunos agricultores detenidos en el condado de Lancashire por delitos menores en protestas contra el fracking se encontraron con que se les había revocado, sin explicación, la licencia de tenencia de armas.
Desde que la responsabilidad de monitorizar el presunto “extremismo interno” se trasladó, en 2015, de la Policía Metropolitana de Londres a la red antiterrorista nacional del Reino Unido, a los activistas les resulta ahora mucho más difícil servirse de la legislación de protección de datos para obtener cualquier información personal retenida por la policía que les clasifique como presuntos ‘extremistas’.
Esto se debe a que la disidencia política se considera, de hecho, como terrorismo y, por lo tanto, está sujeta de inmediato a las amplias restricciones de la ‘seguridad nacional’.
En nuestro informe de 2017 sobre la vigilancia policial de las protestas contra el fracking en Inglaterra, Netpol expresó su preocupación de que tan intensa vigilancia tiene un ‘efecto potencialmente disuasorio’ sobre la libertad de reunión, al desanimar activamente a muchas personas de participar en las actividades de la campaña. Tiene también un efecto negativo en el tipo de discusión, la toma de decisiones y la organización colectivos fundamentales para que los activistas puedan ejercer su derecho a protestar.
Además, la difamación de activistas legítimos como ‘extremistas’ abre una brecha entre estos y sus potenciales aliados en nuestras comunidades, y es utilizado como arma contra ellos por los medios de comunicación y los grupos defensores de la industria. También fomenta la reticencia por parte de la política dominante de investigar las experiencias de vigilancia policial por parte de los manifestantes o la persistente tergiversación de sus acciones por parte de la policía.
Al dar el paso de implicarse, es como si los activistas se declararan también “enemigo”, aunque no lo planificaran o anticiparan al inicio de su actividad.
En la actualidad, la primera línea de protesta se ubica en Lancashire, el norte de Yorkshire, y en otros escenarios del fracking en Inglaterra. En este caso, los activistas noveles con recursos limitados que intentan desafiar la industria del petróleo y el gas, políticamente bien conectada, se enfrentan a tácticas policiales que parecen decididas deliberadamente a impedir el derecho de los residentes locales a expresar su oposición.