En 1891, el economista francés Paul Leroy Beaulieu defendió apasionadamente el colonialismo europeo en África con la siguiente frase: “El estado del mundo implica que las personas civilizadas gozan del derecho de intervención… en los asuntos [de las tribus bárbaras o los salvajes]”.
Estas palabras de Beaulieu llegaban en plena repartición europea del continente africano, basada en el Acuerdo de Berlín de 1885. Como hace ya cinco décadas que la mayoría de los movimientos africanos de liberación consiguió la independencia, podría sorprender leer las palabras de un embajador europeo al declarar, en mayo de 2018, que “Níger es ahora la frontera sur de Europa”. Más de 3000 kilómetros al este, un agente de fronteras sudanés, el teniente Salih Omar, se hacía eco de los comentarios del embajador en una entrevista realizada por el New York Times, al referirse a la frontera entre Sudán y Eritrea como “la frontera sur de Europa”.
Hace tiempo que se planteó el argumento ―articulado de manera notoria por el luchador por la libertad Kwame Nkrumah― de que el control que mantiene Europa sobre el destino de África no terminó con el colonialismo. Estos contundentes argumentos se han centrado, en gran parte, en la manera en que la deuda, el comercio y la ayuda al desarrollo se han utilizado para construir la dependencia continuada de Europa por parte de los Estados africanos independizados. Sin embargo, el hecho de que un embajador europeo y un agente de fronteras sudanés coincidan en que la frontera de Europa no está en el Mediterráneo, sino en los lejanos Sudán y Níger, sugiere que el control territorial europeo de África tampoco ha terminado.
El control migratorio: pieza clave de la política exterior de la UE
La razón de este interés renovado en el territorio africano ―que no solo el dominio político y económico― por parte de Europa se ha debido en gran medida a un solo factor: el deseo de controlar la migración. El aumento del número de personas refugiadas que huyen hacia Europa, sobre todo después de la guerra civil en Siria, situó la migración en la lista de prioridades de la agenda política, haciendo que se liberaran importantes recursos para el control fronterizo. Los fondos asignados a la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, Frontex, han experimentado un aumento espectacular, del 5233 %, desde 2005 (de seis millones de euros a 320 en 2018). Se han militarizado las fronteras en el este de Europa y se han desplegado guardias de fronteras en toda Europa, desde Calais a Lesbos.
Estos acuerdos exigen que los países firmantes acojan a las personas migrantes deportadas desde Europa y que incrementen los controles y el personal en las fronteras.
Lo que no se conoce tanto es que esto ha contribuido también a que la Unión Europea (UE) sitúe el control migratorio en el centro de sus políticas internacionales y sus relaciones con terceros países, reclamando acuerdos con más de 35 países vecinos sobre el control de la migración, algo que, en la jerga de la Comisión Europea, se denomina “externalización de fronteras”. Estos acuerdos exigen que los países firmantes acojan a las personas migrantes deportadas desde Europa, que incrementen los controles y el personal en las fronteras, que introduzcan nuevos sistemas de pasaporte e identidad biométrica para monitorizar a las personas migrantes y que construyan campos de detención para internar a las personas refugiadas.
La razón dada por la UE es que esto evitará la muerte de las personas refugiadas, pero la razón más probable es que quiere asegurarse de que las personas refugiadas sean retenidas mucho antes de llegar a las costas europeas. Esto aplaca tanto a los hostiles políticos racistas en Europa como a los políticos aparentemente más liberales ―pero no dispuestos a enfrentarse a las opiniones contra la inmigración―, que no quieren que la crisis se vea ni se sienta. Por ejemplo, Alemania, un país con una trayectoria relativamente progresista de acogida de personas refugiadas (al menos en el verano de 2015), es también uno de los financiadores principales de la externalización de fronteras y no tiene reparos en firmar acuerdos con dictadores, como Al-Sisi en Egipto, con el fin de impedir que las personas refugiadas se dirijan a Europa.
Las pruebas sugieren que estos argumentos podrían haber servido al propósito último de la UE de reducir el número de personas que lleguen a Europa, pero no ha mejorado en absoluto la seguridad de las personas refugiadas. La mayoría de los estudios realizados muestra que se ha obligado a las personas refugiadas a buscar rutas cada vez más peligrosas y a depender de traficantes sin escrúpulos. La proporción de muertes registradas con respecto a las llegadas a Europa por las rutas mediterráneas fue cinco veces más en 2017 que en 2015, y eso teniendo en cuenta que muchas otras muertes que se producen en el mar y los desiertos del norte de África nunca llegan a registrarse.
Como revela un nuevo informe del Transnational Institute y Stop Wapenhandel, esta política ha llevado a la UE a abrazar regímenes autoritarios ―y lo que es peor, a proporcionar equipos y financiación a las fuerzas policiales y de seguridad represivas―, a la vez que desvía unas inversiones muy necesarias en sanidad, educación y empleo.
Tratos sucios con dictadores
Níger, uno de los principales países de tránsito de las personas refugiadas, se ha convertido en el mayor receptor por cápita del mundo de la ayuda al desarrollo de la UE. Esto se debe, en parte, a que es uno de los países más pobres del mundo, pero se prioriza también porque es la puerta de entrada de muchas personas refugiadas que se dirigen a Europa. No parece haber límites a los recursos disponibles para la infraestructura fronteriza, mientras que el Programa Mundial de Alimentos, que sostiene a casi una décima parte de la población de Níger, solo ha recibido el 34 % de la financiación que necesita para 2018. Mientras tanto, bajo presión europea, el fortalecimiento de la seguridad en las fronteras ha destruido la economía basada en la migración de la región de Agadez, poniendo en peligro la frágil estabilidad interna del país.
La implicación de Europa en Sudán y Níger constituye una forma de imperialismo, ya que abarca desplazamiento, criminalización, jerarquías racializadas y explotación de las personas.
La dependencia de la UE de la cooperación con el Gobierno de Níger ha envalentonado también a los dirigentes autocráticos del país. Por ejemplo, una protesta celebrada por los habitantes de Níger en marzo de 2018 contra el aumento del precio de los alimentos dio lugar a la detención de sus principales organizadores. Las personas refugiadas que cruzan Níger informan de un incremento en la vulneración de los derechos humanos y de que deben asumir más riesgos para migrar. En junio de 2016 se produjo un caso espeluznante: se hallaron los cadáveres de 34 refugiados, 20 de ellos niños, en el desierto del Sáhara, al parecer abandonados por los traficantes para que murieran de sed.
En lo que respecta a Sudán, siguiendo una línea parecida, la UE sostiene que apoya las sanciones internacionales contra el régimen de Al-Bashir, tristemente célebre por sus crímenes de guerra y represión, pero no ha vacilado en firmar acuerdos de control de fronteras con organismos gubernamentales de Sudán, que incluyen el entrenamiento y equipamiento de los agentes de policía fronteriza, aunque las fronteras de Sudán están patrulladas principalmente por las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), integradas por excombatientes de la milicia Yanyauid, utilizada para luchar contra la disidencia interna bajo el mando operativo del Servicio Nacional de Seguridad e Inteligencia (NISS). Human Rights Watch “ha determinado que las RSF cometieron un gran número de abusos espantosos, entre los cuales… tortura, asesinatos extrajudiciales y violaciones en masa”. La agencia del Gobierno alemán para el desarrollo, la GIZ, afirma que es consciente de los riesgos de esta cooperación, pero considera “necesario” incluirla en las acciones destinadas al desarrollo.
La implicación de Europa en Sudán y Níger pone de relieve el argumento de la autora y activista Harsha Walia en su libro Undoing Border Imperialism, donde apunta que las medidas de control de fronteras constituyen una forma de imperialismo, ya que abarcan desplazamiento, criminalización, jerarquías racializadas y explotación de las personas. Es de señalar, en términos de los ecos históricos del imperialismo fronterizo de la UE, que mientras que el reparto de África fue defendido por sus artífices coloniales por su potencial para civilizar a los “bárbaros” a las puertas de Europa, esta vez parece que el interés se limita a parece impedir que los “bárbaros” crucen dichas puertas.
En lo que representa un paralelismo histórico aun más inquietante, observamos con espanto que, mientras que el Acuerdo de Berlín de 1885 estipulaba que África “no debe servir como mercado o medio de tránsito para el comercio de esclavos, independientemente de su raza”, la colaboración de la UE con milicias libias ha conducido en realidad al resurgimiento del comercio de esclavos, y se está vendiendo a personas refugiadas como esclavas, una situación que la CNN grabó a finales de 2017.
Las fronteras generan violencia
En el fondo, no deberíamos sorprendernos. Como ha señalado la periodista Dawn Paley, “lejos de impedir la violencia, la frontera es, de hecho, la razón de su existencia”. Las fronteras son muros que buscan tapar la flagrante desigualdad entre África y Europa, construida durante el colonialismo y perpetuada por las políticas económicas y políticas europeas de hoy. Al fin y al cabo, esta violencia se siente en el cuerpo, ya que la frontera marca sus cicatrices en la carne de las personas. Se siente en la piel desgarrada de las personas que intentan diariamente cruzar las vallas fortificadas de Ceuta y Melilla en Marruecos. Se siente en los cuerpos quebrantados de las mujeres violadas y vejadas por los traficantes y los guardias de fronteras. Está presente en los muchos esqueletos no encontrados en los desiertos del norte de África y el mar Mediterráneo.
Este imperialismo de fronteras no es un fenómeno exclusivamente europeo. Se encuentra en el Programa Frontera Sur de México, iniciado en 2014 bajo la presión de los Estados Unidos para fortalecer la seguridad fronteriza con Guatemala. Como sus equivalentes europeos, ha provocado también más represión y violencia contra las personas refugiadas, ha aumentado las detenciones y deportaciones, y ha obligado a las personas refugiadas a tomar rutas migratorias más peligrosas, en manos de redes delictivas de tráfico.
Puede que el ejemplo más conocido de externalización de fronteras sean los centros de internamiento extraterritoriales de Australia en las islas de Nauru y, hasta que se ilegalizaron el año pasado, Manus (Papúa Nueva Guinea). Todas las personas migrantes que intentan llegar a Australia por mar son trasladadas a estos centros, gestionados por contratistas privados, en los que son retenidas durante largos períodos. Si a los refugiados detenidos se les concede el estatus de asilado, son reasentados en terceros países. Esta política va acompañada de la Operación Fronteras Soberanas, una operación militar marítima para conducir o remolcar las barcas de refugiados hacia aguas internacionales.
Se han constatado muchos casos de violación de los derechos humanos en los centros de internamiento extraterritoriales de Australia. Sin embargo, muchos dirigentes europeos han abrazado el modelo australiano, instando cada vez más a la UE a que traslade a las personas refugiadas a “centros de tramitación” en los países del norte de África, basándose en la actual política de convertir a sus vecinos de Europa en nuevos guardias fronterizos. Europa adopta con entusiasmo el enfoque australiano de construir campos en lugares remotos que sirvan, como señala Daniel Webb, el abogado especializado en derechos humanos, “para ocultar lo que no quieren que vea el público, es decir, una crueldad deliberada infligida contra seres humanos inocentes”.