En Uruguay recordamos el 27 de junio de 1973 como la fecha de inicio de la dictadura. La quiebra institucional, sin embargo, no se produjo de la noche a la mañana; fue la conclusión de un proceso relativamente largo de erosión de un modelo muy peculiar de democracia liberal en un país que era y sigue siendo bastante atípico en el contexto latinoamericano.
Cuando comenzó la dictadura yo cursaba segundo año de primaria en la Escuela 11, una escuela pública de un barrio obrero de mi ciudad, Paysandú. No tengo recuerdos concretos del día del golpe, pero probablemente mi maestra nos estaba dando una clase de geografía uruguaya: “una penillanura suavemente ondulada, sin las montañas, selvas o desiertos que caracterizan a otros países de la región”, como aprendimos en un libro de texto de la época.
Pero la geografía no es el único elemento que definiría el carácter supuestamente excepcional del Uruguay. A diferencia de la mayoría de los sistemas políticos de América Latina, caracterizados por partidos débiles y de corta historia, los dos grandes partidos tradicionales de Uruguay (que hegemonizaron la política nacional hasta finales de los años ochenta) figuran entre los más antiguos del mundo. El Partido Colorado y el Partido Nacional se fundaron en la década de 1830 en el contexto del propio nacimiento del Uruguay como Estado independiente.
El fuerte sistema de partidos que ha caracterizado históricamente la arquitectura política uruguaya incluye también una izquierda con una larga historia y una vocación de unidad que ha merecido la admiración de militantes de otros países de la región y del mundo. Mientras en otros lugares los partidos y movimientos progresistas se enfrentan entre sí, en Uruguay prácticamente todas las corrientes de izquierda –comunistas, socialistas, ex anarquistas, socialdemócratas, cristianos progresistas y ex guerrilleros– se unieron en la creación de la coalición Frente Amplio en 1971. A pesar de haber sido brutalmente reprimida durante la dictadura, la izquierda resurgió unida y conquistó el gobierno nacional entre 2005 y 2020. Es muy probable (y deseable, dada mi identidad frenteamplista) que la izquierda recupere el gobierno nacional en las elecciones del próximo año, al tiempo que sigue gobernando en los departamentos de Montevideo, Canelones y Salto, donde reside más del 60% de la población del país.
La fundación del Frente Amplio en 1971 fue el resultado de intentos anteriores de unificación y de la síntesis de planteamientos no sectarios centrados en la identificación de dos enemigos comunes: el imperialismo y la oligarquía local. La construcción del Frente Amplio en los años inmediatamente anteriores a la dictadura se basó en la articulación de un programa político, una organización de base y una plataforma electoral comunes. En gran medida, la unificación de la izquierda política se nutrió de la experiencia de convergencia sindical estructurada en torno a una única confederación nacional que había logrado reposicionar reivindicaciones parciales e inmediatas dentro de un programa coherente, coherente y viable de soluciones viables para los grandes problemas del país.
Otro elemento crucial que ha contribuido a definir el supuesto excepcionalismo uruguayo es la prolongada y generalizada presencia de un Estado benevolente que durante muchas décadas garantizó derechos cívicos, sociales y económicos, dando lugar a una interpretación de lo público como sinónimo de Estado y a la primacía de lo público sobre lo privado. La matriz democrático-pluralista, estatalista y partidocéntrica de la sociedad uruguaya también se ha caracterizado –desde principios del siglo pasado– por la preferencia por vías graduales y reformistas para el cambio social y político y la preponderancia de una cultura política urbana (con más del 90% de la población residiendo desde la primera mitad del siglo pasado en la capital, Montevideo, y otras ciudades). Los historiadores también mencionan la creación de un peculiar Estado del bienestar a principios del siglo XX, con la introducción de una legislación laboral avanzada y reformas sociales sin precedentes en la región y en mundo.
El modelo uruguayo de desarrollo, centrado en el Estado, surgió a principios del siglo XX, durante las presidencias de José Batlle y Ordoñéz, una figura política que hoy caracterizaríamos como ‘socialdemócrata’. En los turbulentos tiempos de las dos primeras décadas del siglo pasado y ante el creciente malestar social y político, el Estado uruguayo implantó varias reformas legislativas muy avanzadas para la época, como el seguro de desempleo, la baja por maternidad remunerada, el divorcio a petición de la esposa y la jornada laboral de ocho horas. En las décadas siguientes, la clase trabajadora conquistó también un sistema de negociación tripartita entre sindicatos, empresarios y Estado para acordar salarios y condiciones de trabajo. Muchos años después, en el contexto de la pandemia, un periodista británico sostenía que el relativo éxito de Uruguay contra el Covid-19 podía explicarse sobre la base de “las buenas razones que tienen los ciudadanos para confiar en el sector público”, dada la existencia de un “Estado del bienestar expansivo que proporciona acceso casi universal a pensiones, cuidado infantil, atención sanitaria y educación”.
A pesar de las particularidades y la fortaleza histórica de la democracia uruguaya, el país forma parte de una región que fue sacudida por profundas transformaciones políticas y sociales en las dos décadas anteriores al golpe. La revolución cubana de 1959 marcó el momento en que Uruguay, al igual que el resto de América Latina, internalizó la lógica de confrontación global que caracterizó a la llamada Guerra Fría. En el caso concreto de Uruguay, el final de la década de 1950 marcó también un cambio muy significativo en la historia del país. Tras varias décadas de gobiernos dirigidos por el Partido Colorado, la alternancia democrática resultante de la victoria del Partido Nacional en las elecciones de 1958 cambió la orientación del gobierno, derivando en un giro a la derecha en las políticas públicas. El resultado de las elecciones de 1958 también alteró la dinámica interna de las fuerzas armadas. El Partido Nacional había intentado durante décadas ganarse el apoyo de los altos mandos militares, en particular de los generales del ejército. El resultado de esas elecciones nacionales aumentó la influencia de oficiales ideológicamente posicionados mucho más a la derecha que los generales cercanos al Partido Colorado y que –hasta entonces– habían controlado la mayoría de los puestos de mando.
1964 fue otro año importante en la cronología que condujo al golpe de Estado nueve años más tarde. El 1 de abril de 1964 los militares derrocaron al gobierno democrático de Brasil encabezado por el presidente João Goulart, instaurando una dictadura que duró más de dos décadas en el país más grande y poblado de América Latina. El golpe en el poderoso vecino del norte causó gran inquietud en Uruguay ante la perspectiva de acontecimientos similares en el país.
La Casa Blanca y su embajada en Brasil estaban preocupadas, ya que el país más grande de Sudamérica viró a la izquierda durante el gobierno de Goulart. Aunque desde Washington DC nunca se reconoció participación alguna en el golpe brasileño, numerosas pruebas demuestran el apoyo estadounidense a los golpistas. El entonces presidente Lyndon B. Johnson reconoció inmediatamente la legitimidad del régimen militar, como siguieron haciendo los gobiernos estadounidenses tras los golpes de Estado que tuvieron lugar en toda la región en las décadas de 1970 y 1980.
El siguiente año clave en la cronología hacia el golpe fue 1968. Para entonces, el sistema político uruguayo comenzaba a parecerse cada vez más a lo que el escritor uruguayo Eduardo Galeano caracterizó como democradura, refiriéndose a un tipo particular de gobierno que mantiene la estructura formal de una democracia liberal pero con fuertes rasgos autoritarios y represivos, sin llegar a convertirse en una dictadura plena. Una característica de los cinco años inmediatamente anteriores al golpe de 1973 fue el uso abusivo de las normas legales para reprimir la protesta social y política mediante la frecuente utilización del mecanismo de las medidas prontas de seguridad, una limitación temporal de las libertades y garantías individuales prevista en la Constitución para situaciones muy excepcionales.
En febrero de 1973 se produjo una rebelión militar que incluyó la proclamación de una serie de reivindicaciones encaminadas a cambiar la orientación de las políticas gubernamentales. La insubordinación debilitó la autoridad del cada vez más autoritario presidente Juan María Bordaberry. A partir de ese momento, con la formación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), se instituyó la coparticipación militar en la toma de decisiones en asuntos que trascendían las competencias históricas de las fuerzas armadas.
El giro a la derecha que se produjo en el gobierno uruguayo a partir de 1959, que incluyó una serie de programas de ajuste estructural, ya había sido apoyado con entusiasmo por los sectores de la burguesía que controlaban la economía nacional. El ascenso a la presidencia de Jorge Pacheco Areco en diciembre de 1967 fue aplaudido por círculos empresariales que exigían una reacción autoritaria para hacer frente a la ola de creciente movilización sindical y protesta social.
En 1973 el contexto regional era muy favorable para los golpistas. Paraguay ya era un régimen autoritario desde 1947 y Alfredo Stroessner gobernaba como dictador desde 1954. Al otro lado del Río de la Plata, en Argentina, los militares habían derrocado al gobierno democrático en 1966. Brasil y Bolivia tenían gobiernos militares desde 1964 y Perú desde 1968 (aunque este último representaba una orientación política algo diferente a la de las otras dictaduras). En Chile, el gobierno socialista de la Unidad Popular enfrentaba la presión combinada de la oligarquía nacional y el capital transnacional. A lo largo y ancho de América Latina la salud de la democracia era frágil, con frecuentes brotes de violencia política y recortes de las libertades en un contexto general de intervención directa o indirecta de Estados Unidos. El gobierno estadounidense, tras la incorporación de Cuba al campo socialista, estaba decidido a impedir el avance del enemigo en su ‘patio trasero’ e intensificó el entrenamiento de los militares latinoamericanos en contrainsurgencia para establecer un mecanismo continental de vigilancia, represión de la disidencia y apoyo a los regímenes autoritarios alineados con sus intereses políticos y económicos.
En el Uruguay, supuestamente más democrático y estable, hacía tiempo que el panorama político, social y económico había dejado de ser idílico o diferente al de los países vecinos. Desde mediados del siglo XX, la crisis económica había sido abordada por sucesivos gobiernos con políticas de mercado que afectaron gravemente a amplios sectores de la clase trabajadora. Las crecientes protestas sociales de trabajadores y estudiantes fueron ignoradas o brutalmente reprimidas. Las guerrillas urbanas –principalmente el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T)–, que habían acumulado un apoyo social relativamente amplio a finales de los sesenta y principios de los setenta, ya habían sido derrotadas militarmente. Sin embargo, los golpistas seguían señalando a la guerrilla como excusa para la ruptura democrática. La esperanza de cambio social que había surgido con la creación de la coalición de izquierdas Frente Amplio en 1971 se extinguió con el triunfo electoral de la derecha ese mismo año. Los dos grandes partidos tradicionales habían perdido credibilidad, debilitando las bases históricas del sistema democrático republicano que había caracterizado al país durante décadas.