Polis y Demos El marco conceptual de la democracia local participativa

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En el capítulo 1 del libro "Democracia Participativa y Presupuestos Participativos: acercamiento y profundización sobre el debate actual", Daniel Chavez se centra en determinar los principales conceptos que enmarcan el desarrollo de prácticas en este campo, así como fundamentar qué es lo que podemos considerar como democracia participativa.

Re-Asserting Control: Voluntary Return, Restitution and the Right to Land for IDPs and Refugees in Myanmar - cover

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Introducción

Las referencias a la terminología griega en el título de este trabajo no son gratuitas. Las ciudades latinoamericanas del presente parecerían tener poco en común con la sociedad ateniense del período clásico, pero las relaciones de poder —tanto las reguladas por el Estado como las que se desarrollan al margen de las instituciones de gobierno— que pautan la evolución de las aglomeraciones urbanas de la modernidad siguen respondiendo en gran medida a los patrones de interacción social heredados de la tradición helénica, y constituyen el núcleo de muchos debates académicos y políticos contemporáneos sobre la democracia y la ciudadanía.

Una de las mayores contribuciones de los antiguos griegos al discurso político ha sido la noción de polis, cuya etimología alude a la ciudad-Estado. La polis evolucionó como un laboratorio ideal para la experimentación política a escala local. Al principio, los griegos adoptaron un modelo político muy básico: la monarquía, el gobierno del elegido por derecho divino. Pronto descubrieron las limitaciones de tal sistema y comenzaron a experimentar con otros modelos políticos: la oligarquía, el gobierno de los pocos; la timocracia o plutocracia, el gobierno de los ricos; la aristocracia, el gobierno de los mejores; la tiranía, el gobierno de quién ocupó el poder por la fuerza; hasta llegar a la democracia o gobierno del demos, significando el gobierno de la gente (o del pueblo, como solía ser interpretado en décadas previas, de mayor radicalización política).En el contexto ateniense, el concepto de ‘la gente’ tenía un alcance limitado a los ciudadanos hombres, adultos, libres y propietarios, lo cual excluía a la mayor parte de la población: compuesta por mujeres, niños y esclavos. Dos milenios después, al momento de la independencia de las colonias de Iberoamérica, el significado de ‘la gente’ —y por ende de ‘la democracia’— seguía excluyendo a quienes eran percibidos como incapaces de gobernarse a sí mismos, incluyendo a la población aborigen, a las mujeres, a quienes no tuvieran propiedades y a todas las personas que no tuvieran origen europeo.

Al presente, desde una perspectiva muy pesimista, se podría argumentar que las sociedades latinoamericanas han avanzado muy poco desde los tiempos de los antiguos griegos. Oligarquía, timocracia y tiranía siguen siendo realidades muy concretas en diversos países de la región, con relativa autonomía del grado de desarrollo económico alcanzado. Sin embargo, hay razones objetivas para ser optimistas, ya que la gran innovación política de los atenienses, la democracia, constituye hoy una alternativa real de gobierno en la mayoría de los países de la región. Tal afirmación es particularmente relevante con referencia a los procesos de democracia participativa que han surgido a lo largo y ancho de América Latina, como argumentaremos en otras secciones de este ensayo.

En las páginas que siguen se revisarán los cambiantes y en gran medida contradictorios significados de la polis y el demos a inicios de la segunda década del siglo XXI, en relación a debates teóricos y políticos en curso alrededor del mundo. El texto está centrado en la discusión de una serie de conceptos intrínsecamente ligados a la democracia participativa en general y a la democracia participativa local (a nivel municipal o provincial) en particular, tales como participación, descentralización, deliberación, desarrollo local y gobernanza. El análisis está focalizado en la realidad latinoamericana, con referencias puntuales a debates y experiencias relevantes en desarrollo en Europa y en otras regiones del mundo. En concreto, el ensayo está articulado en tres secciones, referidas a debates teórico-conceptuales que han incidido en la planificación y ejecución de políticas públicas en diversos contextos nacionales:

  • El debate sobre la reforma del Estado, con particular referencia a las implicancias del omnipresente concepto de gobernanza
  • El debate sobre la descentralización y la participación ciudadana , identificando los diferentes proyectos políticos que podrían estar ocultos detrás de un corpus semántico común.
  • El debate sobre la dimensión deliberativa y participativa de la democracia, con referencia a aportes teóricos promovidos desde el Norte y propuestas y procesos emancipatorios concretos iniciados en el Sur.
  • El debate sobre las perspectivas para el desarrollo local y el poder local en el contexto de la globalización, tomando como punto de partida las fortalezas y las debilidades propias de las sociedades latinoamericanas.

De esta manera, se expondrán las razones que hacen necesario el desarrollo de la democracia participativa, las mismas que habrían contribuido al surgimiento y a la consolidación de procesos de participación ciudadana en América Latina y en otras regiones del mundo. Se analizará el contexto económico, político e institucional en el que han surgido las nuevas y más relevantes experiencias de democracia participativa, y se distinguirán los factores que diferencian a los procesos participativos emancipatorios y bajo auténtico control ciudadano de otros procesos que, tras un discurso ‘progresista’, ocultan objetivos opuestos a los intereses de los sectores populares.

1. La reforma del Estado: del ajuste estructural al ajuste social

En gran medida, la expansión de la democracia participativa en América Latina en los últimos años ha sido una respuesta al agotamiento y al fracaso del modelo neoliberal a lo largo de las tres décadas precedentes.

Asimismo, las experiencias participativas más interesantes y exitosas han sido las que han logrado integrar de forma armónica los roles del Estado y los roles de los ciudadanos. En consecuencia, es necesario en primer lugar analizar los intentos previos de ‘reforma del Estado’ que han tenido lugar en la región.

En el marco del nuevo contexto internacional surgido a fines de la década de 1980, a partir del colapso del bloque socialista y la expansión global de las recetas de liberalización económica prescriptas por los organismos financieros internacionales, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos adoptaron el paradigma neoliberal como nuevo modelo de desarrollo. La idea hegemónica era fortalecer el mercado y reducir las competencias del Estado. Durante la aplicación de las llamadas ‘reformas de primera generación’, el énfasis estuvo centrado en el objetivo de privatizar y desregular, reduciendo el tamaño, el gasto y la intervención del Estado en la economía nacional. En una segunda etapa, si bien se mantuvo inalterada la orientación neoliberal, el discurso dominante incluyó la necesidad de reforzar la capacidad estatal y las instituciones. La tabla 1 especifica los contenidos originales del llamado Consenso de Washington y las propuestas neoliberales de segunda generación.

Así como en los países del Norte la implementación del paradigma de mercado fuera catalizada por los gobiernos de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan en Estados Unidos, el avance del neoliberalismo en América Latina estuvo pautado por el acceso al gobierno en forma casi simultánea
de políticos muy propensos a poner en práctica las reformas liberalizadoras: Carlos Salinas de Gortari en México (1988), Carlos Menem en Argentina (1989), Carlos Andrés Pérez en Venezuela (1989) y Alberto Fujimori en Perú́ (1990), entre otros. Ya existía el precedente de Chile, país que había iniciado el ciclo de reformas de mercado recetadas por economistas ultraliberales, los llamados Chicago Boys, discípulos del gurú del liberalismo Milton Friedman, en el contexto de la dictadura impuesta por Augusto Pinochet desde septiembre de 1973 (véase Valdes, 2008).

De acuerdo a un balance de las reformas neoliberales en América Latina realizado por uno de los economistas más reputados de la región, las reformas de mercado permitieron controlar la inflación y generaron balances fiscales más equilibrados y un auge de las exportaciones. Sin embargo, de acuerdo al mismo investigador, “también produjeron una alta volatilidad financiera, fuertes altibajos macroeconómicos y un cuadro social regresivo” (French-Davis, 2007:46). En 2005, en comparación con el ingreso promedio de los países industrializados y de las llamadas ‘economías emergentes’ de otras regiones del mundo, el ingreso de la población latinoamericana era inferior al registrado dos décadas antes, y su distribución era, además, mucho más regresiva.

Frente a la realidad planteada en los párrafos precedentes, desde principios de la década de 1990, y con mucha más fuerza a partir de la explosión de la crisis mundial en el año 2008, pensadores y activistas de muy diversos orígenes han intensificado la crítica al paradigma neoliberal. Las perspectivas contra hegemónicas critican el economicismo de los discursos y las prácticas de gobierno prevalentes en las sociedades contemporáneas y el consecuente desinterés por, o incluso negación de, los negativos impactos sociales, ambientales y políticos de las estrategias de crecimiento centradas en la expansión del mercado.

Los defensores de la estrategia neoliberal esgrimen el supuesto éxito de un pequeño número de países que habrían logrado mejorar sus indicadores macroeconómicos (siendo Chile uno de los ejemplos más citados), pero les es imposible suprimir la creciente evidencia empírica internacional que está dando cuenta del fracaso del modelo de mercado en muy distintas regiones del planeta. Principalmente a partir de la expansión global de la crisis derivada del virtual colapso del sistema financiero mundial, la identidad y las funciones del Estado han vuelto a ocupar un rol primordial en debates políticos y académicos a escala mundial. Como ya fuera advertido por la investigadora británica Hilary Wainwright (2004) en base a su meticuloso trabajo de sistematización de experiencias de participación ciudadana en América Latina y en Europa, repensar la democracia —y en particular la democracia participativa—significa en primer lugar (re)ocupar el Estado.

La discusión sobre la reforma del Estado asume entonces una importancia capital en las sociedades latinoamericanas y europeas, donde el Estado ha jugado un papel primordial—por acción o por omisión—en la configuración de las estructuras sociales, políticas y económicas a escalas nacional, regional y local.

1.1. Nueva gestión pública o simple ajuste social

Gran parte de los frecuentes llamamientos a la reforma del Estado en América Latina han estado relacionados en las últimas dos décadas a los postulados de la llamada nueva gestión pública, NGP (o new public management, de acuerdo a la versión original inglesa del mismo concepto). Este enfoque, surgido
originalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos durante la década de 1980, bajo los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, se difundió rápidamente alrededor del mundo, incluyendo su pronta adopción por parte de académicos y decisores públicos de diversos países latinoamericanos, bajo condiciones económicas, sociales y políticas muy distintas a las que habían pautado su origen.

El nuevo modelo proponía la integración de una serie de mecanismos de planificación, administración y manejo de las finanzas públicas inspirados en la gestión privada, tales como el monitoreo de desempeños y la evaluación de programas en base a resultados. Desde la perspectiva teórica de la NGP se propuso aumentar y fortalecer la ‘gobernanza’ (governance) a través de una pretendida ‘interacción sinérgica’ entre el Estado, la sociedad y el mercado. En la práctica, la NGP no tardó en convertirse en otra serie de prescripciones para el desmantelamiento del Estado y el control del presupuesto gubernamental, tomando como argumento la supuesta necesidad de incrementar la eficiencia y la eficacia de las instituciones públicas mediante la transferencia de responsabilidades al sector privado y/o la introducción de una lógica basada en los principios rectores del mercado en la prestación de los servicios públicos. Como bien ya lo ha advertido un investigador mexicano, “este difundido esquema pasaba por alto un aspecto fundamental: las
administraciones públicas no operan en el vacío, sino en el marco de determinadas relaciones económicas y políticas marcadas por desequilibrios de poder, particularmente en países en desarrollo como los latinoamericanos” (Arellano Gault, 2007:95).

No es casual que en el discurso promovido por la NGP se tienda a sustituir el concepto de ‘ciudadano’ por los conceptos de ‘consumidor’ o ‘cliente’, contribuyendo así a vaciamiento del sentido original de la democracia. La expansión global y regional de la NGP se produjo en paralelo a la aceleración del proceso de globalización de la economía capitalista: el papel de los gobiernos nacionales tendía a limitarse a controlar la inflación y a facilitar el funcionamiento del mercado, dando lugar a lo que un investigador británico (Leys, 2002) ha llamado “política de mercado” y “democracia neoliberal”, refiriéndose al cambio fundamental constatado en la relación histórica entre la política y la economía.

La introducción de nuevas ideas de corte mercantil en la gestión del Estado, en el marco de la ‘democracia neoliberal’, fue en parte una respuesta a los gravísimos impactos sociales de la aplicación de los llamados ‘programas de ajuste estructural’. En la década de 1990, la mayoría de los organismos multilaterales de ‘cooperación al desarrollo’ pasaron a darle más importancia a la llamada ‘sociedad civil’ y a las ‘organizaciones no gubernamentales’ como actores clave en la política nacional y local. A mediados de la década de 1990, la Agencia Británica para el Desarrollo Internacional (DFID) se arriesgó a proclamar que la era de la animosidad entre el sector privado y el Estado en la prestación de servicios públicos ya había terminado (Minogue, Polidano y Hume, 1998). Al mismo tiempo, el Banco Mundial (BM), uno de los dos principales organismos impulsores del llamado Consenso de Washington corrigió algunos de los postulados más radicales de su ortodoxia mercantilista. En el Informe sobre el Desarrollo Mundial del año 1997, El Estado en un mundo en transformación, el BM adoptó con mucho entusiasmo el enfoque de la ‘nueva gerencia pública’ (World Bank, 1997). La propuesta más radical de desmantelamiento del Estado era sustituida por una más visión matizada, que reconocía que el desarrollo social y económico es imposible sin un Estado eficaz, planteando al mismo tiempo una división un tanto arbitraria entre países “institucionalmente fuertes” y países “institucionalmente débiles”, en forma coherente con el nuevo paradigma en ascenso centrado en la llamada buena gobernanza, que (como veremos más adelante) ponía el énfasis en la calidad de las instituciones. Sin embargo, en la práctica, el BM seguía recomendando la privatización, la liberalización y la desregulación de los servicios públicos.

Las muy escasas referencias a la democracia incluidas en el citado informe —el cual sigue siendo citado por muchos analistas, más de una década después, como la supuesta prueba de un cambio de orientación al interior del BM— son decepcionantes. El informe destacaba la importancia de la democracia representativa, al plantear que “en una sociedad democrática el sufragio constituye la manifestación primaria de la voluntad de los ciudadanos” (:111). Más adelante, se reconoce que “en la mayoría de las sociedades, democráticas o no, los ciudadanos procuran la representación de sus intereses más allá del voto: como contribuyentes, como usuarios de servicios públicos, y cada vez más como miembros de ONG y asociaciones voluntarias”. En un contexto en el qué gran parte de la población es excluida del mercado de trabajo formal y en el cual los servicios públicos son privatizados, es difícil concebir que el simple pago de impuestos y el uso de servicios públicos pudieran ser considerados sustitutos de la democracia. Otras menciones a procesos más sustanciales de democracia participativa en el informe del BM brillaban por su ausencia.

En concreto, el aparente cambio en el discurso de los organismos multilaterales, que indicaría una revalorización del rol del Estado, generó algunas esperanzas sobre la posible modificación ‘progresista’ del marco conceptual del desarrollo en los países latinoamericanos y en otras regiones del Sur. En realidad, en forma subsecuente a los programas de ajuste económico, América Latina se convirtió en un espacio privilegiado para experimentar nuevos ‘programas de ajuste social’. El lanzamiento casi simultáneo de los llamados ‘fondos sociales’ a lo largo y ancho de la región puede ser interpretado como una manifestación al mismo tiempo de la presión ejercida por las principales agencias multilaterales y la preocupación de los gobiernos neoliberales del continente ante el posible estallido de rebeliones sociales, procurando atemperar la previsible oposición ciudadana a las políticas de mercado. Es así que entre mediados de la década de 1980 y finales de la década siguiente surgen el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS) en Chile, el programa Red de Solidaridad en Colombia, el programa Comunidade Solidaria en Brasil, y el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) en México. Pese a las muy obvias referencias a la ‘comunidad’ y a la ‘solidaridad’ en sus nombres, tales programas fueron concebidos como un componente esencial de los
programas de ajuste estructural, los que han sido denominados por un grupo de investigadores críticos (Álvarez et al, 1999) como “aparatos y prácticas de ajuste social”, o APAS: “Con diferentes grados de complejidad, de apoyo estatal, o incluso de cinismo, la diferentes APAS no sólo ponen de manifiesto una vez más la proclividad de las clases dominantes de América Latina a experimentar e improvisar con las clases populares (...), sino que pretenden transformar la base social y cultural de la movilización” (:22).

Los programas de ajuste social operan a través de la creación de nuevas identidades virtuales entre los pobres, y a través de nuevos discursos atomizadores con constantes referencias a las nociones de ‘sociedad civil’, ‘desarrollo social’, ‘capital social’, ‘ciudadanía activa’, ‘participación ciudadana’, ‘autoayuda’ y otros términos similares. Como veremos más adelante, ideas muy parecidas han sido incorporadas al corpus conceptual de la democracia participativa, pero en el caso de los APAS el marco discursivo no tienen en absoluto un horizonte emancipatorio. Los programas de ajuste social no tienen como único objetivo la auto-administración de la pobreza, sino que también procuran establecer nuevas identidades sociales regidas por el auto-reconocimiento de los ‘beneficiarios’ en base a los criterios individualistas y las reglas del mercado. En resumen, los APAS contribuyen a la despolitización de las comunidades locales, con la complicidad consciente o inocente en muchos casos de ONG que pasan a cumplir el rol de intermediario
entre el Estado y los sectores populares.

Más allá del relativo fracaso de los fondos sociales —en términos de reducción de la pobreza o la inequidad— en los países donde la extensión de los APAS fue mayor, desde la perspectiva de la democracia participativa es posible plantear profundas críticas a este enfoque y proponer alternativas. A principios
de la década pasada, a partir de un análisis pormenorizado de intervenciones sociales diseñadas desde el enfoque de la NGP en diversas regiones del mundo, un investigador holandés (Helmsing, 2002) argumentó que las estrategias de reducción de la pobreza aplicadas en la mayoría de los países del Sur han fallado por no reconocer la importancia de la inclusión de los pobres —los supuestos beneficiarios— como sujetos activos. El mismo investigador criticaba que los pobres son en ocasiones llamados a participar en el diseño y la ejecución de intervenciones a nivel de proyectos, pero que en muy rara vez son convocados para incidir en la formulación de políticas y programas estratégicos. Como alternativa, proponía lo que él denomina “el enfoque ciudadano” (the citizen approach), que implica el reconocimiento explícito del derecho y la capacidad de los pobres para participar en los debates políticos más fundamentales, al mismo nivel que los funcionarios del Estado y otros decisores de políticas públicas.

En forma más reciente, un grupo de investigadores y activistas de distintas regiones del mundo han propuesto el concepto de cambio ciudadano (civic driven change), una nueva perspectiva sobre el cambio social y político que parte del reconocimiento de que “ni los gobiernos ni los mercados son capaces por sí solos de brindar soluciones a los diversos problemas que enfrentan las sociedades contemporáneas” (Biekart y Fowler, 2009:3). Los propulsores de este enfoque argumentan que, con demasiada frecuencia, a los ciudadanos no se les permite desempeñar un papel preponderante en iniciativas dirigidas a solucionar problemas tales como la pobreza, la discriminación, la injusticia, la desigualdad, los conflictos bélicos, la corrupción y la insostenibilidad ambiental, y que ya es hora de que los ciudadanos reclamen su lugar legítimo como agentes del desarrollo, definiendo la orientación y las características del cambio social, político y económico. En enfoque del ‘cambio ciudadano’, que se propone no como un concepto cerrado y sí como una idea en construcción, estaría en principio basado en una serie de proposiciones básicas, surgidas de la crítica a la teoría del desarrollo convencional.

En enfoque del cambio ciudadano presupone un nuevo marco de relaciones políticas y sociales. Mientras que los enfoques políticos y económicos convencionales están basados en nociones estáticas de conceptos tales como ciudadanía, Estado y mercado , la perspectiva del cambio ciudadano, por el contrario: Asume la centralidad del concepto de ciudadanía como una relación política dinámica entre el Estado y la sociedad: la legitimación del primero requiere de la participación activa de la segunda, Presta especial atención a los intereses y las relaciones desiguales de poder ocultos en el lenguaje y en el discurso empleado por quienes toman parte en la vida política y social a distintos niveles: detrás de las mismas palabras pueden ocultarse objetivos políticos muy distintos. Reconoce que las sociedades están en continua evolución como ‘proyectos políticos’. Es decir, que las sociedades están definidas por la integración (no siempre armónica o libre de conflictos) de creencias, intereses, deseos, aspiraciones y visiones de los mundos muy diversos.

1.2. La ciudad como espacio de confrontación de proyectos políticos y económicos

Las evidencias más concretas y esperanzadoras del potencial de la democracia participativa en América Latina y en Europa surgen fundamentalmente del espacio local, y en particular del espacio urbano. Desafortunadamente, las ciudades son al mismo tiempo un laboratorio privilegiado de experimentación de reformas centrado en el mercado, las que por definición implican limitar la identidad y el rol de los ciudadanos al nivel de mero consumidor. Un nuevo lenguaje supuestamente ‘técnico’ y políticamente imparcial se ha convertido en el estándar para la reestructuración de los gobiernos locales y la reforma de los servicios públicos alrededor del mundo. Este proceso está liderado y catalizado por equipos internacionales de consultores profesionales que facilitan la adopción de ideas muy similares en muy distintos lugares, ignorando en demasiados las particularidades locales. Por lo general, más allá de concesiones puramente discursivas, los procesos de reestructura y reforma tienen en común la nula o muy limitada participación de las comunidades de bajos ingresos, la que generalmente son las más afectadas por los reformas de mercado. En América Latina, en el transcurso de las dos décadas pasadas se pudo observar la multiplicación de procesos de diseño de nuevos ‘planes estratégicos’ para prácticamente la totalidad de las principales ciudades de la región, incluyendo en la nueva ‘visión’ y ‘misión’ del gobierno local la construcción de una “ciudad de clase mundial”, pero sin un análisis riguroso de la limitaciones objetivas que dificultarían la integración de la mayoría de las ciudades de la región en el exclusivo club de world cities que da forma a la red global de conexiones económicas y políticas de la globalización capitalista. Los planes estratégicos de desarrollo local promovidos por los gobiernos municipales de América Latina y de otras regiones del mundo han respondido a diversas dimensiones y variables, pero en general están basadas en la aceptación acrítica de tres afirmaciones básicas: (a) las ciudades deben ser ‘competitivas’ a nivel internacional, (b) las ciudades deben ser administradas en base a criterios gerenciales similares a los del sector privado, y (c) los gobiernos locales deben potenciar ‘partenariados’ o asociaciones con el sector privado para la prestación de servicios y el desarrollo de la infraestructura urbana (Pape, 2001). Un análisis más detallado revela cuatro tendencias en tal sentido: Planificación central y descentralización. Los municipios aledaños se combinan en una estructura central de nivel metropolitano, pasando a compartir ingresos y responsabilidades en el marco de un nuevo plan integral de desarrollo local. En ocasiones, la restructuración de los niveles de gobierno a nivel metropolitano se da en paralelo a un proceso de descentralización; la responsabilidad de prestación de servicios se traslada al nivel local, no siempre con la correspondiente reasignación de recursos. La corporatización y/o la privatización de servicios públicos. Los servicios municipales siguen siendo nominalmente de propiedad pública, pero la responsabilidad operativa se traslada a operadores privados mediante diversas formas de subcontratación; o mediante la reestructuración de servicios, pasando las empresas públicas a operar de acuerdo a la lógica del mercado. Los partidarios de este tipo de reformas argumentan que la privatización y/o la corporatización conduce a una mayor eficiencia. Los críticos argumentan que como resultado la población más pobre tiene menos o peor acceso a los servicios básicos. Redefinición de la razón de ser de los gobiernos locales. Históricamente, los gobiernos municipales han sido responsables de la prestación de servicios a los ciudadanos. En el marco del paradigma neoliberal, los gobiernos redefinen su identidad como ‘facilitadores’ y ya no como ‘proveedores’ de servicios. La idea subyacente es que los gobiernos locales pueden así concentrarse en la organización y la planificación, permitiendo que la gestión y administración cotidiana de los servicios pase a estar a cargo de quienes son más capaces de generar eficiencia y eficacia. Desde una perspectiva crítica se argumenta que este nuevo enfoque conduce a que los gobiernos dejen de ser responsables de la rendición de cuentas (accountability), aumentando así el déficit democrático. Énfasis en la sostenibilidad financiera. En el marco de procesos de descentralización, es común que a los gobiernos locales se les otorguen nuevas responsabilidades sin que exista una consecuente redistribución de recursos. Los municipios pasan a estar obligados, en consecuencia, a aplicar opciones de recorte del gasto o de generación de ingresos complementarios. Es así que la preocupación por la ‘productividad’ y la ‘eficiencia’—restringiendo el significado de ambos términos al campo principalmente contable— pasa a ocupar un lugar preponderante en la agenda política local. Los críticos de este enfoque sostienen que la creciente ansiedad por la sostenibilidad financiera puede derivar en la aparición de distintos niveles de acceso a bienes y servicios urbanos, beneficiando a los sectores sociales de renta más alta en detrimento de los sectores más pobres. En general, al menos hasta la detonación de la reciente crisis económica mundial, la cual expuso de manera muy obvia las limitaciones del enfoque de mercado, las agencias multilaterales y la mayoría de los gobiernos del Norte y del Sur habían apostado al recorte del Estado como la mejor manera de abordar múltiples problemas. No obstante, del mismo modo que el BM encubriera sus recetas más ortodoxas bajo una pretendida revalorización del rol del Estado, la resistencia a la privatización manifiesta en varios países del mundo influenció la aparición de un discurso suavizado; los defensores de las reformas centradas en el mercado ya no hablan directamente de privatización y prefieren hablar de las llamadas asociaciones público-privadas (APP). Sin embargo, la ‘reinvención’ de los servicios públicos anunciada por los primeros proponentes de este tipo de partenariados nunca llegó a concretarse de la forma originalmente prometida. Múltiples estudios sobre los resultados de las APP en diversos países del mundo han demostrado que las asociaciones público-privadas de ninguna manera constituyen la ‘bala mágica’ que eliminaría todos los males provocados por el Estado y mejoraría la calidad y reduciría los costes de los servicios públicos (véase Chavez, 2004). En este contexto, la expansión de las APP debe ser entendida en el marco de un proceso global de reestructuración neoliberal, con un fuerte impacto sobre la política y la economía local. Como ya fuera argumentado a principios de la década pasada por dos geógrafos críticos, a partir de procesos en curso alrededor del mundo: Los programas neoliberales también han sido directamente incorporados en los regímenes políticos urbanos, al tiempo que alianzas territoriales de reciente formación intentan rejuvenecer las economías locales a través de un tratamiento de choque consistente en paquetes de desregulación, privatización, liberalización y mayor austeridad fiscal. En este contexto, las ciudades [...]se han convertido en objetivos geográficos cada vez más importantes y en laboratorios institucionales para una variedad de experimentos de política neoliberal, desde el marketing de la localidad [en disputa permanente con otras ciudades por fuentes de inversión], al abaratamiento de la carga impositiva local, la creación de corporaciones de desarrollo urbano, las asociaciones público-privadas, las estrategias de revalorización de la propiedad inmobiliaria, las incubadoras de empresas, las nuevas estrategias de control social y vigilancia, y una serie de otras modificaciones institucionales [...]. El objetivo general de los nuevos experimentos de política urbana neoliberal es movilizar el espacio urbano como un espacio que promueve al mismo tiempo el crecimiento económico centrado en el mercado y prácticas de consumo de élite (Brenner y Theodore, 2002:368). Pese a todo, el paradigma de mercado presenta múltiples fisuras a través de las cuales la resistencia social al Consenso de Washington se ha multiplicado alrededor del mundo. El área donde las debilidades del paradigma de mercado son más visibles es la de los servicios públicos, donde los impactos negativos 31 de la privatización, la desregulación y la liberalización son cada vez más evidentes. Diversas organizaciones sociales, gobiernos progresistas y académicos comprometidos de muy distintos orígenes nacionales o político-ideológicos han conformado redes nacionales, regionales y globales no centradas en la mera crítica al modelo neoliberal, sino en la promoción de propuestas democráticas, solidarias y participativas de gestión. En el sector del agua y el saneamiento, en particular, desde mediados de la primera década del milenio se ha fortalecido una influyente coalición transnacional, visible en el número creciente de compañías proveedoras de servicios que reafirman su identidad como empresas públicas —de propiedad estatal, municipal o comunitaria— y que incluso tienden a establecer relaciones de cooperación mutua, planteando como alternativa a las APP las asociaciones público-públicas (o PUP, a partir de la sigla en inglés, public-public partnerships ). Una PUP es básicamente un acuerdo de colaboración entre dos o más autoridades u organizaciones públicas, no regida por valores comerciales, con la finalidad de mejorar la capacidad y la efectividad de los asociados como proveedores de un servicio público. Este tipo de asociaciones ha sido definido como una “relación de iguales forjada en torno a objetivos y valores comunes, donde queda excluida la búsqueda de beneficio” (Lobina y Hall, 2006:16). Este tipo de iniciativas alternativas a la privatización puede llegar a tener un fuerte componente democrático y participativo. De acuerdo a una reciente publicación que sistematiza múltiples experiencias de cooperación entre empresas públicas en América Latina, Europa y Asia, “una característica de las PUP es que pueden involucrar de forma fácil y flexible a representantes de la sociedad civil, incluidos sindicatos, grupos de comunidades y ciudadanos mismos” (Hall et al, 2009:7). En Argentina, Bolivia, Uruguay y Perú, por ejemplo, se cuenta con ejemplos de PUP basadas en una alta participación de sindicatos y de otras organizaciones ciudadanas.

2. Gobernanza, gobernabilidad, descentralización...

2.1. De la governance a la gobernabilidad

Como ya hemos observado en las secciones previas, el debate latinoamericano sobre la ‘reforma del Estado’ está directamente referido a la calidad, el estilo y el tamaño del gobierno. En gran parte, esta discusión ha sido importada de debates teóricos y políticos surgidos en otras regiones del mundo, particularmente aquellos referidos al concepto de governance, traducido del original inglés al castellano de forma simplista y poco elegante como gobernanza. En forma convergente con otras propuestas de gestión pública reseñadas en la sección previa, el Banco Mundial ha sido uno de los organismos internacionales que más influenciado el debate y el diseño de políticas públicas en este campo. En otro muy citado informe sobre Governance and Development (Gobernanza y Desarrollo; World Bank, 1992), el BM define a este concepto como “la manera en que se ejerce el poder en la gestión de los recursos sociales y económicos para alcanzar el desarrollo”. La vasta literatura académica y técnica posterior sobre la gobernanza subraya la importancia de este concepto, con cientos de artículos y libros dirigidos a probar o cuestionar la relación que existiría entre el desarrollo económico y la calidad del gobierno alrededor del mundo. Varios autores han argumentado que factores tales como la debilidad de las instituciones judiciales, marcos legales obsoletos, la corrupción y la ineficiencia de la administración pública explican el limitado desarrollo relativo de muchos países del Sur. Si bien la mayoría de los estudios se han concentrado en el nivel nacional de gobierno, algunos trabajos han señalado la aplicabilidad de los mismos principios para el análisis del gobierno local (véase Chavez, 2004).

Governability , un término derivado del concepto de concepto de governance , es frecuentemente utilizado en la literatura de habla inglesa como sinónimo de good governance. 1 Este término es traducido con frecuencia al castellano como ‘buen gobierno’ (o peor, como ‘buena gobernanza’), y estaría compuesto, entre otros factores, por la presencia de instituciones democráticas sólidas, sistemas jurídicos eficaces, la gestión responsable de los fondos públicos y la equidad social. En este contexto, la gobernabilidad no significa la posibilidad de tener un gobierno, sino que sería un indicador de la calidad del gobierno.

En América Latina, ambos términos, los conceptos de governance y governability se suelen confundir con el término español gobernabilidad . La traducción no sólo alude a una simple cuestión lingüística; también puede ser analizada como una expresión concreta de diferentes enfoques políticos e ideológicos. Desde una perspectiva progresista, la noción de “gobernabilidad democrática” fue propuesta por diversos autores (véase Lechner (1995) y Ziccardi (1998) como una contribución al afianzamiento de las instituciones democráticas en la región. Esta perspectiva se refería a la gestión más eficiente, honesta y responsable de los recursos públicos y las instituciones de gobierno, así como a la apertura de espacios de participación y de deliberación para la interacción entre gobierno y los ciudadanos. Desde una perspectiva más radical, la investigadora uruguayo-mexicana Beatriz Stolowicz (1999) ha criticado la hegemonía en la región de lo que ella llama “gobernabilidad sistémica”, refiriéndose a la primacía de la preocupación por la estabilidad económica por encima de cualquier otra consideración política o social.

2.2. Pros y contras de la descentralización

Otro término muy frecuente en el discurso de la ‘reforma del Estado’ es descentralización . No obstante, el concepto puede asumir muy diversos significados en distintos contextos nacionales, y sus impactos políticos, económicos y sociales también continúan siendo objeto de discusión. Un estudio comparativo internacional publicado a principios de la década pasada ya había observado que “la capacidad de dar mejor respuesta a los problemas de los pobres es un resultado poco frecuente” (Crook y Sverrison, 2001: 3).

A fines de la década de 1980, cuando a nivel internacional se alcanzaba el cenit de la descentralización, varios investigadores críticos alertaban acerca de las distintas agendas políticas que podrían estar ocultas detrás de ese concepto. Por un lado, la idea de descentralización podría ser articulada de manera puramente instrumental, concentrada básicamente en la promoción de reformas de carácter económico. Por otra parte, la descentralización podría integrarse en un marco político que combinara las nociones de ‘empoderamiento’, ‘democracia’ y hasta ‘socialismo’. Uno de las más influyentes investigadores de la época, David Slater, argumentaba que la utopía de “una auténtica democracia popular” podría ser materializada a través de la descentralización (1989:523), en respuesta a los planteos tecnocráticos del Banco Mundial, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y otras organizaciones internacionales de cooperación desarrollo.

Las observaciones sobre la pluralidad de significados y los actores involucrados en los debates sobre la descentralización siguen siendo pertinentes al presente. Como ya hemos observado en páginas precedentes, cualquier intento de reforma del Estado en América Latina implica necesariamente cambios en las relaciones de poder y nunca es, por lo tanto, políticamente neutral. La descentralización puede convertirse en un instrumento para promover los intereses de ciertos grupos sociales en detrimento de otros grupos, puede alterar los criterios utilizados para la asignación de recursos públicos y la redistribución de la riqueza, o puede ampliar o restringir la influencia de los ciudadanos en la toma de decisiones a nivel nacional y/o a nivel local. Es necesario, por tanto, considerar las motivaciones que podrían existir detrás de cualquier propuesta de descentralización, la identidad de los promotores de dichos planes, el tipo y la jerarquía de la autoridad a transferir, así como la probable identidad de los beneficiarios. Por otra parte, es necesario analizar los mecanismos institucionales y jurídicos que se usan para iniciar y desarrollar los programas de descentralización.

A principios del milenio, el 63% de los 75 países con una población de más de cinco millones contaban con políticas de descentralización en curso (Helmsing, 2000). No obstante, no todos estos programas han derivado en la creación de un entorno más propicio para la democracia participativa. En muchos casos, la descentralización se ha limitado a potenciar el ‘empoderamiento’ de las élites tradicionales locales, sin beneficios políticos para las mayorías sociales.

Un alto número de estudios académicos y documentos técnicos publicados por distintas agencias ha identificado tres principales formas de descentralización, en función del tipo y grado de autoridad transferidos: desconcentración, delegación y descentralización. La desconcentración se refiere a la simple redistribución de las responsabilidades administrativas entre los organismos del Estado; en este caso, la autoridad central mantiene su poder de decisión exclusivo, y el cambio en los niveles de participación ciudadana es en general mínimo o nulo. La delegación implica la transferencia de autoridad a niveles subalternos de gobierno para la toma de decisiones concretas y limitadas por la legislación nacional. La descentralización hace referencia a un grado más alto de autoridad política transferida a los gobiernos locales u otras instituciones públicas autónomas, limitada a jurisdicciones territoriales o administrativas muy precisas. La descentralización implica la redistribución del poder de decisión en lo que respecta tanto a la planificación como a la ejecución de políticas públicas, incluida la gestión autónoma de recursos humanos y financieros. En su forma ideal, la descentralización significa una redefinición de las relaciones de poder entre la autoridad central y las unidades subalternas de gobierno, de acuerdo a criterios de beneficio mutuo e interacción política de tipo horizontal. Otra posible clasificación distingue entre la descentralización territorial (o política) y la descentralización funcional (Dilla Alfonso, 1997). El primer tipo alude a la transferencia de autoridad desde el centro a unidades inferiores de gobierno, tales como las provincias, los departamentos o los municipios. También puede aplicarse este criterio a casos de transferencia de competencias políticas o administrativas.

Más allá de las definiciones y enfoques, la revisión de la evidencia empírica permite afirmar que el resultado de cualquier proceso de descentralización dependerá, en gran medida, de la voluntad política y el compromiso de la autoridad central para permitir que menores niveles de gobierno — y la ciudadanía — asuman mayores cuotas de poder. De acuerdo a la abundante literatura académica sobre el tema, sus defensores de la descentralización argumentan que la descentralización ha demostrado ser una política adecuada para la mayoría de los países del Sur. Entre los beneficios más citados en publicaciones recientes se enumeran los siguientes:

  • La descentralización acerca el gobierno a los ciudadanos y le hace más receptivo a las necesidades, aspiraciones, demandas y propuestas de las comunidades locales.
  • La descentralización promueve la participación ciudadana efectiva en el diseño e implementación de programas de desarrollo local.
  •  La descentralización promueve un uso más racional y eficiente de varios de los recursos materiales y humanos, posibilitando mayor flexibilidad y capacidad de respuesta en la prestación de servicios públicos.
  • La descentralización favorece la expansión de formas más fuertes y más responsables de ciudadanía.

En la práctica, no todos estos beneficios aparecen siempre de manera simultánea. Por otra parte, los supuestos beneficios de la descentralización han sido cuestionados por muchos trabajos de investigación que cuestionan las visiones más optimistas. Los resultados de este tipo de políticas en muchos países del Sur, han demostrado que no existe una relación automática entre descentralización y participación; los programas de descentralización centrados exclusivamente en criterios de eficiencia financiera no conducen necesariamente a una ampliación de la democracia y la equidad. Si las relaciones desiguales de poder que prevalecen en sociedades con tradiciones políticas autoritarias y excluyentes no se consideran en el diseño y la ejecución de la descentralización, incluso las mejores intenciones pueden terminar reduciendo aún más el capital político de los sectores más pobres o marginalizados. Ante esta realidad, hay quien ha criticado la “fiebre de la descentralización” (Tendler, 1997), aludiendo a una aceptación acrítica de la descentralización y la participación como condiciones imprescindibles para el buen gobierno. A pesar de la fascinación que la descentralización ha generado en muchos contextos nacionales, los resultados muy contradictorios en diferentes partes del mundo indican que esta política no es una prescripción que pueda beneficiar de forma mecánica a todas las sociedades. Desde la década de 1960 múltiples críticas han sido formuladas por investigadores de muy diversos orígenes nacionales e ideológicos; entra otras:

  • La descentralización podría incrementar la ineficacia del gobierno y generar insatisfacción entre los ciudadanos, la incapacidad gubernamental para hacer frente la creciente demanda ciudadana.
  • La descentralización puede dar lugar a una reestructuración del poder político que culmine beneficiando sólo a los individuos o grupos sociales más poderosos, en detrimento de los intereses de las minorías locales.
  • Los niveles inferiores de gobierno no son necesariamente más cercanos a los ciudadanos o más democráticos. La descentralización podría transferir nuevos conflictos políticos o sociales a la esfera local, incrementando la inestabilidad política.
  • Los niveles inferiores de gobierno son más propicios a la expansión de la corrupción y el clientelismo, lo que limita las capacidades democratizadoras de la descentralización.

Un estudio comparativo, con datos de 108 países, concluyó que no existiría una relación estadísticamente significativa y consistente entre el grado de descentralización del gasto público y beneficios para los sectores más pobres de la población (Schneider, 2003). Otro trabajo similar de investigación comparativa ya citado (Crook y Sverrison, 2001) ya había observado que el gobierno descentralizado es improbable que beneficie a los sectores populares, a menos que exista una fuerte voluntad política para impulsar cambios más radicales a nivel de las autoridades de gobierno. Los autores sostienen que en la mayoría de los casos los programas de descentralización tienen impactos poco significativos en términos de mejora de la calidad de vida de la mayoría de la población, debido a la ausencia de un compromiso ideológico compromiso que valores los intereses de los pobres y/o la autonomía local y el poco interés en desafiar las élites tradicionales. La única excepción a esta regla, según los autores, son los gobiernos liderados por partidos de izquierda. Esta observación es muy relevante para analizar la realidad contemporánea de América Latina, en la que en varios países de la región se puede apreciar la convergencia de políticas de descentralización y de fomento de la participación ciudadana, a partir del ascenso al gobierno de diversos exponentes de la llamada nueva izquierda (Chavez et al, 2008).

En la siguiente sección analizaremos los diferentes significados atribuidos al concepto de ‘participación’, que en varios casos es inseparable de la idea de ‘descentralización’. Esta asociación sólo tiene sentido, sin embargo, cuando la participación y la descentralización no sirven a fines meramente utilitarios. Como el urbanista catalán Jordi Borja (1992) lo resumiera en forma muy precisa en las conclusiones de su estudio sobre las perspectivas de desarrollo de los gobiernos municipales de América Latina, la descentralización y la participación deben ser entendidas como “mecanismos complementarios” que se refuerzan entre sí en aras de una mejor gestión y una profundización de la democracia (: 140).

2.3. Los diversos significados de la participación

En relación al concepto de participación , muy pocos académicos o políticos se atreverían hoy en día a cuestionar la importancia del ‘ciudadano’ o de la ‘sociedad civil’ en la gestión pública. Sin embargo, al igual que a lo observado antes con referencia al concepto de descentralización, detrás del aparente consenso se ocultan muchos y profundos desacuerdos políticos. Analistas conservadores, organismos multilaterales de desarrollo, movimientos políticos y sociales radicales, pensadores progresistas... parecen coincidir en sus elogios a la ‘ciudadanía’ y a la ‘sociedad civil’. Todo el mundo parece reconocer el poder democratizante e igualador de la participación, ya sea a nivel regional, nacional o local.

Numerosos investigadores han subrayado el desafío que supone definir este concepto, advirtiendo que existe una amplia variedad de posibles significados. Como veremos más adelante, la llamada ‘participación comunitaria’ han pasado a ser un componente reiterado del discurso de instituciones históricamente poco propensas a la participación, tales como el BM o el BID. Para algunos, la participación alude a una clara transferencia de poder y capacidades para la toma de decisiones, mientras que otros lo ven más bien como una mera consulta. La diversidad de actores políticos, sociales e institucionales que han asumido el discurso participativo, con perfiles ideológicos muy diferentes e incluso opuestos, nos obliga a ser cautos en la utilización de este concepto, ya que existen múltiples formas y niveles de ‘participación’. En determinados contextos políticos, si la participación es concebida des-de una perspectiva puramente instrumental, hasta puede convertirse en una fuerza regresiva (véase Molenaers y Renard, 2009).

La evidencia empírica internacional también indica que el alcance de la participación puede estar influido por factores de escala. Si la participación sólo se produce en el ámbito local o micro-local, es difícil que los ciudadanos puedan incidir en la toma de decisiones sobre temas como la gestión de servicios públicos a escala municipal, estadual o nacional. Por el contrario, si la participación sólo se registra en niveles institucionales superiores, es de prever que la profundidad de la participación a nivel local sea escasa o no lo bastante representativa de las comunidades directamente afectadas.

Antecedentes de investigación en diversos países del mundo han destacado la resiliencia de dinámicas de dominación y exclusión en espacios supuestamente participativos en el seno de ‘las comunidades’. Con frecuencia, los mecanismos de participación no incluyen de forma suficiente a los colectivos sociales más vulnerables y/o históricamente marginalizados. Por lo tanto, es preciso tener en cuenta la cuestión de la representatividad, asumiendo que los representantes de la comunidad que actúan como interlocutores ante las autoridades o los técnicos responsables de la gestión y operación de servicios públicos deberían reflejar, al menos, la diversidad de las comunidades en términos de género, origen étnico, clase, orientación político-ideológica y edad, entre otras posibles variables identitarias. Asimismo, promover la participación de manera culturalmente apropia-da puede no sólo contribuir al desarrollo de experiencias significativas para los participantes, sino también aumentar la eficiencia y la eficacia del proceso de forma integral. En con-secuencia, la participación debe ser respetuosa de prácticas culturales diferenciadas, identidades y roles de género, estilos de discusión y estructuras de liderazgo a nivel comunitario.

Otros autores (Nakhooda et al., 2007) han advertido que la capacidad de los miembros de la comunidad para participar también puede estar limitada por la disponibilidad de recursos financieros y humanos, y por el acceso a conocimientos técnicos. No basta que el Estado se comprometa a promover la participación y la transferencia de poder decisional a las comunidades; es preciso que el Estado dedique tiempo y recursos a garantizar que la participación se produzca y sea incluyente y efectiva. Se deben destinar los recursos adecuados para facilitar la comunicación, la formación y la interacción permanente con las comunidades de base. También es preciso que los trabajadores reciban la formación necesaria para trabajar en contacto directo con las comunidades. Múltiples antecedentes de estudios sobre la participación en la gestión pública evidencian la necesidad de brindar a individuos y comunidades la información suficiente para tomar decisiones relevantes y apropiadas, incluyendo datos de carácter técnico, financiero o de otra índole, y haciendo posible que los participantes sean capaces de entender la jerga técnica o burocrática.

Varios autores también han destacado la importancia del marco institucional o de normas reguladoras de la participación que definan los derechos y las obligaciones de las comunidades y de las entidades gubernamentales co-responsables de la gestión participativa de los servicios públicos. Las experiencias participativas más exitosas distinguen de forma precisa las competencias, responsabilidades y derechos de cada parte. Existen múltiples antecedentes a tener en cuenta, con perfiles institucionales muy diversos, desde los presupuestos participativos promovidos por varios gobiernos municipales en Brasil y en otros países de América Latina y Europa (Chavez y Goldfrank, 2004) a los Comités de Usuarios de Agua y Saneamiento en Francia (Avrillier, 2007) o en el estado mexicano de Guanajuato (Reynoso, 2000), pasando por las Mesas Técnicas de Agua en Venezuela (Arconada Rodríguez, 2007).

En este contexto, la llamada sociedad civil (el sistema de organizaciones y asociaciones cívicas, incluyendo a los movimientos sociales, el espacio público y los discursos que los diferentes actores sociales producen y hacen circular), sin embargo, no es una entidad homogénea o libre de contradicciones. En palabras de una investigadora mexicana, “ni la ciudadanía ni la sociedad civil son realidades estáticas, sino campos dinámicos de luchas y disputas, ya que se trata de construcciones históricas que están expuestas a la intervención de los actores” (Bobes, 2010:37). La sociedad civil es un campo de batalla minado por múltiples y diversas formas de relaciones desiguales de poder. En consecuencia, en formaciones sociales tan fragmentadas como las sociedades latinoamericanas del siglo XXI, no tiene mucho sentido concebir la ‘participación ciudadana’ o el ‘empoderamiento’ en términos abstractos. Por el contrario, tiene más sentido tanto a reconocer la existencia de lo que ha sido definido como participación diferencial (Kaufman, 1997).Esta noción denota la existencia de estructuras y procesos jerárquicos incluso opresivos que condicionan el sentido y las expresiones de la participación a partir de variables de clase, origen étnico, sexo, edad, nacionalidad u orientación sexual, entre otras diferencias sociales muy visibles en todos los países de América Latina.

Parecería que la participación ha dejado de ser un asunto de controversia ideológica tanto en la región como en otras partes del mundo. Durante muchas décadas, la izquierda social y política ha exigido nuevos y más amplios espacios para la participación de los ciudadanos en la política real. Esta misma reivindicación parecería haber sido asumida hoy por los organismos multilaterales más influyentes e incluso por gobiernos nacionales o locales no precisamente ‘progresistas’. El Banco Mundial, por ejemplo, ha publicó un manual de participación, destacando la necesidad de que las poblaciones afectadas por proyectos de desarrollo sean incluidas en la toma de decisiones (World Bank, 1996). Varias organizaciones del sistema de Naciones Unidas también han identificado a la participación como un eje fundamental para la cooperación internacional en relación a temas sociales, económicos y culturales. En particular, los informes anuales sobre ‘desarrollo humano’, publicados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) desde mediados de la década de 1980, han reconocido a la participación como un requisito ineludible para la mejora del bienestar social. A nivel hemisférico o regional, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) publicó su propio manual sobre la participación en 1997, seguido por una serie de publicaciones posteriores en el mismo sentido. Incluso el muy exclusivo ‘club’ de los países más ricos, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha publicado muchos documentos de investigación y de apoyo técnico con recomendaciones concretas para el fortalecimiento de la participación en la gestión del gasto público, incluyendo orientaciones muy concretas para la ejecución de programas de presupuestación participativa (OCDE, 1993; Heimans, 2002).

De acuerdo a los resultados de cientos de estudios empíricos realizados en regiones y países muy diversos, la participación podría ser entendida como una garantía virtual para el éxito de todo tipo de políticas, programas y proyectos de desarrollo. En general, la investigación tiende a demostrar que los enfoques participativos producen mejores resultados que los enfoques burocráticos, paternalistas o regímenes autoritarios (Gai, 1989; Franco, 1992; Narayan, 1994; Sousa Santos, 1998; Avritzer, 2002; Chavez, 2004). Los resultados de múltiples investigaciones sobre la participación coinciden en resaltar una serie de supuestos beneficios; entre otras ventajas, la participación ciudadana aportaría:

  • Mayor eficiencia en la provisión, gestión y mantenimiento de la infraestructura y los servicios públicos.
  • Mayor equidad en el acceso a los servicios públicos.
  • Externalidades ambientales y económicas en la ejecución de proyectos de desarrollo.
  • Empoderamiento y fortalecimiento de las organizaciones de base comunitaria.
  • Asimismo, un examen más detallado de la investigación científica sobre la participación también evidencia que las experiencias más exitosas alrededor del mundo estarían basadas en una serie de criterios comunes de organización de los procesos participativos. En particular:
  • La participación es real y continua, no simple simulacros o actividades aisladas surgidas de convocatorias circunstanciales.
  • La participación no se impone desde arriba, sino que está basada en las tradiciones y el bagaje cultural de la población local. Los procesos son concebidos con una visión de largo plazo, en el marco de estrategias emancipatorias orientadas al cambio social y político desde una perspectiva de transformación radical.

Aún así, como cualquier investigador o activista con experiencia en este campo ya lo sabe por experiencia personal, sólo una fracción de los procesos participativos iniciados en cualquier parte del mundo tienen éxito. La revisión detallada de proyectos de desarrollo comunitario promovidos a escala internacional, y en particular en América Latina, muestra una clara brecha entre la teoría y la práctica. Entre otros bloqueos a la participación real, el investigador argentino Bernardo Kliksberg (1998) ha enumerado los siguientes:

1. El enfoque cortoplacista centrado en la eficiencia. La participación es a menudo cuestionada en términos de gestión del tiempo y racionalidad económica. Los críticos argumentan que los procesos participativos implica la ejecución de una serie de operaciones complejas que agregan costos adicionales en la implementación de proyectos de desarrollo más allá de lo imprescindible. El enfoque economicista.

2. El enfoque economicista. Desde una perspectiva puramente económica, la participación es cuestionada en base al argumento de que el éxito de cualquier proyecto debe ser evaluado en función de los costes y beneficios derivados de la lógica de mercado. Otros indicadores, como el impacto de la participación en el empoderamiento de las comunidades locales, la responsabilidad, y el desarrollo de valores solidarios, no siempre son compatibles con un enfoque limitado a los costes financieros. La prevalencia de la cultura organizacional formal.

3. La prevalencia de la cultura organizacional formal. Desde la perspectiva de los administradores públicos, los administradores y el personal técnico forjado en la cultura organizacional formal de la administración pública, la participación puede ser percibida como una amenaza al orden establecido. La participación podría sacudir la cultura vertical, formalista y autoritaria hegemónica entre los políticos y los empleados públicos temerosos de la innovación. La subestimación de los pobres.

4. La subestimación de los pobres. Los estratos técnicos y administrativos de la burocracia tienden a subestimar las capacidades intrínsecas de las comunidades locales. A los pobres se les considera incapaces de participar en la planificación o ejecución de proyectos de desarrollo supuestamente complejos, debido a supuestas carencias educativas educación o limitaciones ‘culturales’. Bloqueos políticos.

5. Bloqueos políticos. La participación puede estar obstaculizada por un factor muy básico: la falta de voluntad política entre los responsables políticos. La transferencia de poder a las comunidades locales a menudo es percibida por quienes detentan el poder como una amenaza al orden establecido y a las jerarquías económica, política y social.

En la misma línea, otros investigadores latinoamericanos han advertido otras múltiples limitantes y bloqueos de la participación. Hilda Herzer y Pedro Pírez, a pesar de su valoración positiva de las posibilidades de desarrollo futuro de los procesos de democratización, participación ciudadana y descentralización en las ciudades de América Latina, advertían en 1991 que tales experiencias “sólo ocurren en circunstancias excepcionales” y con frecuencia son “transitorios” (:95). Casi dos décadas más tarde, el virtual estancamiento y reversión de la experiencia de presupuestos participativos de Porto Alegre —la ciudad del sur del Brasil que fuera durante muchos años considerada ‘la capital mundial de la democracia participativa’ (véase Chavez, 2008) — estaría corroborando la validez de tal advertencia. Los dos investigadores argentinos también señalaron explícitamente dos factores que condicionarían la sostenibilidad de los procesos participativos: (a) la presencia de un partido político o una personalidad de gobierno con una clara voluntad política comprometida a cambiar la correlación de fuerzas a nivel local, y (b) la presencia de organizaciones de la sociedad civil fuertes y autónomas. Esta observación sigue siendo muy pertinente para el análisis de las experiencias participativas en desarrollo al presente en varias ciudades de América Latina y Europa.

En resumen, la participación ciudadana es un proceso político que implica necesariamente la aplicación de profundas reformas institucionales y, como se podría esperar, es un proceso que genera diferentes tipos y grados de oposición y apoyo de muy distintos sectores sociales, políticos y económicos. A lo largo del programa de formación de Parlocal analizaremos más en detalle los factores que fomentan o bloquean la participación ciudadana en los gobiernos locales de América Latina y Europa, así como el impacto de las reformas institucionales descentralizadoras, democráticas y participativas en las relaciones de poder en las ciudades de ambas regiones del mundo.

3. La democracia y sus objetivos

Un politólogo estadounidense escribió hace algunos años que, “como la Coca Cola, la democracia no necesita traducción para ser entendida casi en todas partes” (Norton, 1993:208). A mediados de 2000, la realidad política regional y mundial nos obliga a cuestionar tal afirmación. Asimismo, la evolución de la discusión teórica en torno al concepto de la democracia en las últimas dos décadas ha dado lugar a una amplia serie de nuevas propuestas conceptuales, que han tornado obsoleta la distinción tradicional entre el enfoque liberal —que pone el énfasis en la idea de representación—y el enfoque republicano —que pone el énfasis en la inclusión y la participación—.

La expresión más extrema del modelo liberal se puede encontrar en la teoría de la elección racional (la rational choice theory , originada en los países angloparlantes), que asume que las opciones políticas son predeterminadas de antemano por decisiones individuales, concibiendo entonces a la política como un espacio puramente instrumental para la maximización de intereses individuales. Desde el campo teórico opuesto, ciertas proposiciones inspiradas en el marxismo y en teorías comunitaristas han dado lugar a un tipo similar de determinismo. En lugar de focalizar el análisis en las decisiones individuales, el énfasis se traslada a la dimensión económica resultante en la interpretación de los intereses individuales como expresiones de las ‘necesidades objetivas’ de grupos predefinidos en torno a las ideas de clase, comunidad o nación —o una combinación de más de una de las anteriores—. En respuesta a los planteamientos resumidos anteriormente, desde la década de 1980, una nueva generación de investigadores han criticado el supuesto de que la definición de intereses se produce al margen de la política.

En paralelo al desarrollo de nuevas prácticas participativas en el hemisferio occidental, estudiosos europeos han estado investigando durante varios años las dimensiones de participación y de deliberación de la democracia como un eje central de la teoría social crítica. Como veremos más adelante, algunas proposiciones fundamentales originadas en los países del Norte no siempre son ‘exportables’ a las sociedades latinoamericanas, pero constituyen aportes muy significativos para repensar el sentido y las perspectivas de futuro de las experiencias de democracia participativa surgidas en América Latina y en otras regiones del Sur.

3.1. Asociacionismo, pluralismo agonístico y más allá

A primera vista, las experiencias innovadoras de gestión y planificación urbana, democrática y participativa surgidas en América Latina, tales como el presupuesto participativo, 2 podrían ser interpretadas como ejemplos de la democracia asociativa o del asociacionismo democrático . Sin embargo, la mayoría de las experiencias de democracia participativa desarrolladas en las ciudades latinoamericanas tienen poco en común con el modelo de associative democracy teorizado originalmente por los investigadores británicos Paul Hirst (1994) y Geoff Mulgan (1994), como aportes a la renovación de la democracia en el Reino Unido y en otros países europeos. El ideal asociativo propuesto por los autores británicos se basa en la descentralización de la gestión pública con devolución de responsabilidades a organizaciones cívicas, en un sentido similar al propuesto por los promotores del llamado ‘tercer sector’ (compuesto por las cooperativas, las ONGs y diversas organizaciones sociales sin fines de lucro) en muchos países de América Latina. El objetivo de las reformas asociativistas consiste en transformar las instituciones públicas y privadas, desmantelando las estructuras y procesos jerárquicos y excluyentes que separarían a los gobernantes de los gobernados, a través del fortalecimiento de entidades cívicas autónomas.La noción de democracia asociativa fue concebida explícitamente como una perspectiva superadora de la tradición de debate político que ha prevalecido en los llamados países occidentales desde los años posteriores a la segunda guerra mundial hasta el fin de la guerra fría. Se pretende que las opciones políticas y económicas dejen de estar polarizadas entre el Estado y el mercado. La alternativa a seguir sería la democratización de todas las instituciones modernas, a través de la descentralización del poder hacia los sectores al margen del Estado y del mercado. A diferencia de anteriores utopías políticas, los teóricos de la democracia asociativa no proponen transformaciones radicales en las estructuras institucionales actualmente existentes, sino un programa reformista centrado en cambios graduales.

El primer obstáculo que surge al pensar el posible desarrollo de la propuesta asociativista en las sociedades altamente fragmentadas de América Latina deriva de su carácter excesivamente voluntarista. La identidad y los roles de la ‘política’, el ‘Estado’, el ‘mercado’ y las ‘asociaciones cívicas’ son definidos de forma excesivamente ambigua. Otro obstáculo muy visible consiste en los orígenes socio-políticos de la propuesta teórica: los welfare states de Europa occidental. Si bien podría plantearse una relación contextual con transformaciones sociales de avanzada que tuvieron lugar en Uruguay y Costa Rica —los dos únicos Estados de Bienestar desarrollados en las Américas, aunque muy diferente a sus equivalentes europeos— el alcance del paradigma asociativista en el resto de la región, donde lo observable a primera vista es una larga tradición de exclusión social y debilidad institucional, aparenta ser muy problemático. Paul Hirst argumentó a principios de la década de 1990 que, ante la perspectiva de perder los niveles actuales de bienestar, nuevas formas de solidaridad eran muy necesarias en Europa, y agregó que la satisfacción de las necesidades sociales tenía que ser repensada a partir de las respuestas que pudieran brindar las asociaciones cívicas, sin necesidad de recurrir a la intervención del Estado. En el caso de la mayoría de los países latinoamericanos, la principal preocupación para la mayoría de la población no es ‘la pérdida’ del bienestar social, sino más bien la ausencia histórica y generalizada de políticas sociales básicas. No es casual que el concepto de vivir bien , la nueva demanda política originada en la tradición indígena andina, haya pasado a centralizar el programa emancipatorio de los gobiernos contra hegemónicos de Bolivia y Ecuador, con claras perspectivas de expansión a otros países de la región. Parecería, por lo tanto, que el camino más coherente para potenciar el desarrollo en las sociedades latinoamericanas sería muy diferente a la propuesta por los teóricos asociativistas europeos: en América Latina se requiere apoyar el fortalecimiento del estado, no el divorcio entre las organizaciones y el Estado.

En forma previa al surgimiento de la propuesta de democracia asociativa en Europa, varios autores estadounidenses habían desarrollado ideas un tanto similares. Joshua Cohen y Joel Rogers (1992), en particular, ya habían lanzado una propuesta de democracia asociativa que prefiguraba la futura evolución hacia la formulación teórica de la democracia deliberativa . Al reflexionar sobre el ideal abstracto de una sociedad democrática —una sociedad de iguales gobernada por y para sus miembros— Cohen y Rogers identificaban seis condiciones esenciales para su plena realización: (1) la soberanía popular, (2) la igualdad política, (3) la equidad distributiva, (4) la conciencia cívica, (5) el buen desempeño económico, y (6) la eficacia estatal. Combinadas, tales condiciones darían lugar a la promoción de nuevas formas de participación política deliberativa con fuertes componentes asociativistas y deliberativos y con un horizonte de mayor equidad política y social. En relación al papel del Estado, los autores estadounidenses afirmaban que una actitud ‘neutral’ no era suficiente; argumentaban que el Estado debía tomar partido en un sentido progresista.

Algunos años más tarde, desde la perspectiva de la economía política, Ash Amin (1996) propuso avanzar más allá de la democracia asociativa. La crítica a los propulsores de la democracia asociativa estaba focalizada en su incapacidad de distinguir las diferentes formas de intervención del Estado, infravalorado el papel estratégico en la promoción del desarrollo social, político y económico que históricamente ha desempeñado el Estado en las economías más exitosas del mundo. Amin sostiene que la democracia asociativa, tal como fue concebida en Europa, corre el riesgo de convertirse en una democracia para los poderosos en el contexto de un Estado residual, excluyendo a los sectores con menores capacidades de acceso al poder político o económico. En consideración de las fuertes presiones que han debido enfrentar los Estados latinoamericanos durante largas décadas de políticas neoliberales, la crítica formulada a los propulsores del asociativismo puro es muy pertinente. La cuestión del papel del Estado en el desarrollo debería ser reformulada en términos de democratización del Estado, en lugar de la desvinculación del Estado.

Otras críticas muy importantes a la democracia asociativa y, por analogía, a otras variantes más recientes de la democracia participativa, han provenido del pensamiento feminista. Jane Mansbridge (1991) ha argumentado que los teóricos de la democracia tienen mucho que aprender de la teoría feminista. El feminismo, afirma, podría corregir las visiones de aquellos politólogos que insisten en afirmar que la política no es más que la disputa del poder. El feminismo también podría enseñar algo a muchos defensores de la deliberación a ultranza, aludiendo a quienes o bien ignoran por completo el significado del poder y el conflicto o no son conscientes de que quienes detentan el poder utilizan a menudo a las organizaciones cívicas o los espacios deliberativos para asegurar sus propios intereses privados.

En forma paralela al surgimiento de las propuestas de democracia asociativa, en Europa y en las Américas se avanzaba en forma simultánea en la teorización de la llamada democracia deliberativa . En América del Norte, en base a la construcción teórico-conceptual en torno a la acción comunicativa propuesta inicialmente por el filósofo alemán Jürgen Habermas, Seyla Benhabib (1994) aportó una definición muy concreta de la democracia deliberativa, concebida como:

Una forma de organización colectiva y de ejercicio público del poder en las principales instituciones de una sociedad, sobre la base del principio de que las decisiones que afectan el bienestar de una colectividad pueden ser el resultado de un procedimiento de libre y razonada deliberación entre individuos considerados moral y políticamente iguales (: 27).

Las referencias a la “libre y razonada deliberación” y a los “individuos considerados moral y políticamente iguales” pueden ser objeto de críticas similares a las reseñadas más arribas en relación a la democracia asociativa, ya que estarían expresando una negación de las múltiples diferencias sociales que separan a los miembros de cualquier sociedad e inciden sobre el sentido y los resultados de la deliberación. Precisamente, ésta es la mayor crítica a los teóricos de la democracia deliberativa que ha planteado la investigadora belga Chantal Mouffe, quien ha resaltado la muy limitada preocupación por las relaciones desiguales de poder entre la mayoría de los teóricos norteamericanos propulsores de este enfoque. Mouffe afirma que la teoría política contemporánea, en general, está hegemonizada por un marco teórico y conceptual excesivamente individualista, universalista y racionalista, que ignora las diversas dimensiones del conflicto. Desde principios de la década pasada, la investigadora neo-gramsciana ha publicado diversos trabajos donde profundiza en el análisis de la esencia inherentemente conflictiva de la política democrática. Criticando por un lado los fundamentos teóricos de la ciencia política contemporánea, y por el otro lado desnudando las debilidades conceptuales de los partidos socialdemócratas europeos (y en particular de la que fuera llamada la tercera vía , originalmente propuesta por el nuevo laborismo británico y los socialistas alemanes, actualmente en caída libre después del reciente regreso del Partido Conservador al poder en el Reino Unido y el avance de la derecha en varios otros países de la Unión Europea), Mouffe sostiene que el interés actual en la democracia deliberativa no tiene mucho sentido, ya que ignora las tensiones que constituyen el núcleo de la democracia. El objeto de la deliberación no debería ser diluir el poder, sino “constituir nuevas formas de poder más compatible con los valores democráticos” (2000:100), ya que “una democracia que funcione bien demanda un choque vibrante entre diversas posiciones políticas democráticas” (:104).

La naturaleza intrínsecamente conflictiva de la democracia es encapsulada en la noción de pluralismo agonístico propuesto por Mouffe, refiriéndose a las intrínsecas tensiones y diferencias políticas que se expresan (o deberían expresarse) en las instituciones públicas. La noción de pluralismo agonístico es particularmente relevante en sociedades latinoamericanas como la venezolana, donde el sentido de la democracia participativa, y de la democracia en general, está actualmente en disputa.

Las experiencias de democracia participativa desarrolladas en América Latina han tendido a converger con la demanda de “nuevas formas de poder más compatible con los valores democráticos” señalada por Mouffe. Experiencias como las de los procesos de presupuestos participativos surgidos inicialmente en Brasil, o las experiencias más recientes de los consejos comunales o las mesas técnicas en desarrollo hoy en Venezuela, demuestran que la renovación de la política democrática no pasa por una noción de democracia deliberativa que esté limitada a la “libre y razonada deliberación”. Propuestas teóricas como la de la esfera pública no estatal , idea promovida inicialmente por Tarso Genro (quien fuera el primer alcalde petista de Porto Alegre y propulsor inicial del presupuesto participativo) y otros teóricos del Partido dos Trabalhadores (PT) de Brasil —a partir de la síntesis de aportes de pensadores tan diversos como Jürgen Habermas, Antonio Gramsci, Paulo Freire, y los teólogos de la liberación latinoamericanos— van en este sentido. En palabras del sociólogo brasileño José Eduardo Utzig (2004:7), refiriéndose a la estrategia que fundamentó el desarrollo de la democracia participativa en Brasil desde fines de la década de 1980:

En el contexto de la creación de nuevas instituciones democráticas, más abiertas y flexibles, las que deberán componer una nueva esfera pública, autónoma, de carácter no estatal [...] por así decir en el espacio de tensión entre lo estatal y lo privado, se puede pensar en conferir a la participación un poder real de decisión sobre los asuntos públicos y de control del Estado. La mera participación en el ámbito de las instituciones vigentes, aunque sea también necesaria, no es suficiente para crear una relación de autonomía e independencia, requisito esencial para el redimensionamiento de la relación Estado-sociedad.

Reflexiones posteriores, con una pretensión de alcance más universal, han fortalecido la teorización de la democracia participativa, concibiendo a la deliberación como una nueva arena política para la radicalización de las instituciones democráticas. Dos politólogos estadounidenses, Archon Fung y Erik Olin Wright (2001 y 2003) lideraron un grupo internacional de investigadores que contribuyó al desarrollo de un nuevo marco conceptual, definido inicialmente como democracia deliberativa empoderada ( empowered deliberative democracy ) y más tarde como gobernanza participativa empoderada ( empowered participatory governance , EPG). A diferencia de desarrollos teóricos precedentes, la EPG se basa en el estudio concreto de experiencias innovadoras en el campo de democracia participativa en diversos países, incluyendo el proceso de los presupuestos participativos de Porto Alegre o la democracia de base comunitaria de Kerala, en India. Todas las experiencias analizadas “tienen el potencial para ser radicalmente democráticas al cimentarse en la participación y las capacidades de la gente común; son deliberativas, dado que instituyen la toma de decisiones en base a mecanismos de deliberación racional; y están empoderadas, ya que pretenden ligar la deliberación a la acción” (Fung y Wright, 2001:7).

En lugar de ser propuesta como un sistema cerrado, o un marco conceptual puramente taxonómica, la EPG asume que la democracia deliberativa es una idea en construcción, concebida como una arena política en la que la participación popular es posible y puede tener impactos muy significativos, en base a seis principios básicos:

  • Orientación pragmática. La deliberación está centrada en problemas locales concretos y tangibles.
  • La deliberación como mecanismo central de toma de decisiones. Las propuestas de soluciones a los problemas de la gente surgen de procesos deliberativos.
  • La participación se orienta desde abajo hacia arriba. Los procesos deliberativos involucran tanto a los ciudadanos como a autoridades de gobierno o técnicos que apoyen el trabajo de las comunidades locales, sin agendas u objetivos definidos a priori al margen de las comunidades locales.
  • Devolución. El poder de toma de decisiones y de ejecución es transferido a espacios descentralizados a nivel local.
  • Recombinación. Las unidades locales de deliberación y ejecución no son totalmente autónomas, sino que están integradas en base a redes recombinantes, incluyendo conexiones con las agencias públicas relevantes en cada caso.
  • Fuerte incidencia de Estado, sin apelar al voluntarismo. El fortalecimiento de los espacios de deliberación y acción local se logra principalmente mediante la transformación de las instituciones estatales, no sólo o principalmente a través de asociaciones no gubernamentales o de mecanismos de mercado.

Asimismo, aunque de manera implícita, la EPG incluye a la participación ciudadana (y fundamentalmente de los sectores populares) como otro componente esencial, reconociendo que la deliberación no implica necesariamente la participación activa y directa de los sectores política y socialmente marginalizados. En síntesis, esta construcción teórico-conceptual puede ser útil para el análisis de diversas experiencias de democracia participativa en desarrollo actualmente en América Latina, incluyendo procesos directamente relacionados a las realidades de origen de los participantes en el programa de formación de Parlocal.

3.2. La democracia participativa, el desarrollo local y el poder popular

Una mirada retrospectiva sobre las transiciones políticas post-autoritarias de la América Latina de las décadas de 1980 y 1990, permite observar cuanto han aportado las ciencias sociales a la teorización sobre el significado y la relevancia de la democracia, sus posibles perfiles asociativos, deliberativos o participativos, y su relación con el desarrollo económico y social. En 1993, José Nun afirmaba que el fortalecimiento de la dimensión participativa de la democracia era indispensable para la consolidación de la democracia representativa en “contextos precarios” como los del Cono Sur o América Central. Desde una perspectiva más bien pesimista, Francisco Welfort (1992) sostenía por la misma época que si bien la democracia era teóricamente posible en sociedades tan polarizadas como Guatemala y Brasil, en la práctica su expresión sería limitada, inestable y con perspectivas de consolidación muy poco probables. Por su parte, Carlos Vilas argumentaba pocos años después (1996) que el gran desafío para la democracia en la región consistía en cómo combinar la institucionalización de la gestión de conflictos con la capacidad del sistema político para la transformación de las estructuras económicas y socio-culturales regresivas.

A inicios de la segunda década del milenio, ¿podría la democracia participativa local —que ya ha probado ser una posibilidad real en América Latina—constituirse en una herramienta capaz de ser extendida a otros niveles de gobierno? Proyectos de investigación basados en casos de diversos países del mundo tienden a confirmar que es más fácil movilizar a los ciudadanos para que participen en instancias democrático- participativas a escala local, donde el contacto es cara a cara, y en base a temas que están directamente vinculados a la vida cotidiana. De todas maneras, si los gobiernos latinoamericanos estuviesen dispuestos a impulsar mecanismos de democracia deliberativa o participativa para laudar cuestiones muy controvertidas, tales como la privatización de bienes y servicios públicos o la firma de acuerdos, es muy probable que muchas de las ‘reformas del Estado’ en curso en la región culminaran con resultados muy diferentes o los originalmente previstos.

El poder de las comunidades locales ha sido ampliamente pregonado por los teóricos del desarrollo local . Esto no es una idea nueva en América Latina. Muchos investigadores sociales, ONG y agencias internacionales de desarrollo han estado promoviendo este concepto desde finales de 1960. Las definiciones varían y a menudo no son explícitas, pero la idea es generalmente la misma: la esencia de los procesos de desarrollo económico y social, de los proyectos de lucha contra la pobreza o de extensión del desarrollo sostenible reside en las comunidades locales. Más allá de diferencias ideológicas, todos parecen coincidir en que el espacio local es el que ofrece el mayor potencial para la interacción positiva y productiva entre los gobiernos y la sociedad civil.

A pesar del optimismo generalizado del discurso localista, las condiciones objetivas para la plena realización de proyectos de desarrollo local no han sido históricamente favorables en muchos países de América Latina. Los obstáculos planteados por la tradicional organización centralizada, vertical y autoritaria del Estado ha creado profundas brechas entre los gobiernos y los ciudadanos, y ha impedido el desarrollo más amplio de instituciones cívicas autónomas del Estado o de las estructuras políticoartidarias. A pesar del relativo éxito de algunas experiencias concretas, la mayoría de las iniciativas de desarrollo local constituyen ‘oasis’ de participación y/o mejora de las condiciones de vida de los sectores populares que sobresalen en el contexto de demasiadas políticas nacionales, provinciales y municipales fracasadas. En muchos casos, experiencias supuestamente exitosas han dependido en gran medida de apoyos políticos o financieros externos (Fizbein, 1997), por lo que su sustentabilidad y replicabilidad pueden ser cuestionadas.

Más allá de América Latina, en los países supuestamente política y económicamente más arrollados del Norte, otros investigadores y activistas también han estado cuestionando el excesivo optimismo en torno a las políticas de descentralización y desarrollo local. Al mismo tiempo, la extensión del ‘nuevo localismo’ al campo de los servicios públicos gana impulso, a medida que los gobiernos intentan una forma disfrazada de privatización: en un contexto de la desregulación, las autoridades locales de varios países europeos se han visto obligadas a competir por los escasos recursos transferidos por el gobierno central en el marco de supuestas políticas de ‘devolución’ o fomento de las autonomías regionales y locales.

En el caso del Reino Unido (véase Walker, 2002) la fascinación del New Labour por el localismo, la descentralización y el traspaso de competencias a las autoridades locales ha tendido a aumentar la desigualdad social. Gran parte del debate contemporáneo sobre la descentralización y el desarrollo local hace caso omiso de los inevitables compromisos entre la equidad y la eficiencia. Por otra parte, es preciso recordar que históricamente las políticas progresistas impulsadas por los gobiernos socialdemócratas en Europa han respondido a iniciativas del Estado central, mientras que el localismo ha sido en muchos casos el territorio privilegiado del conservadurismo político y social.

En América Latina, desde mediados de la década de 1980, el enfoque teórico sobre el desarrollo local ha ido cambiando, en paralelo al afianzamiento de experiencias de democracia participativa. Prácticamente todos los países de América Latina ha experimentado transformaciones económicas y políticas muy profundas, incluyendo una revisión del significado del desarrollo y de lo local. Las presiones combinadas de la globalización capitalista, la democratización, la pacificación (principalmente en América Central y en la zona andina), la descentralización y las reformas económicas neoliberales han puesto en tela de juicio el papel tradicional del Estado, el significado de la ciudadanía, y los límites de lo local.

El interés renovado en el local también debe ser entendido a la luz de la nueva perspectiva ‘comunitarista’ manifiesta en muchas intervenciones del Banco Mundial y otros organismos multilaterales. El nuevo énfasis puesto en la ‘participación comunitaria’ en programas de reducción de la pobreza ha ignorado en demasiados casos las desigualdades preexistentes en el acceso a la riqueza material y las estructuras de poder.

Desde una perspectiva muy diferente, los enfoques comunitaristas (y autonomistas, en su versión de izquierda, asociados a las visiones románticas de los Zapatistas en México) han sido impugnados por un nuevo tipo de localismo eco-socialista (Bond y Baker, 2001), preocupado por la convergencia de la inequidad social producida por el neoliberalismo y el cambio climático resultante del modelo de acumulación capitalista, con efectos potencialmente catastróficos a corto o mediano plazo.

Desde la academia latinoamericana han surgido fuertes críticas al localismo, negando incluso la existencia misma de un corpus teórico coherente. El investigador chileno Guillermo Lathrop (1996) argumenta que no existe nada que pudiera ser considerada una ‘teoría del desarrollo local’. Por su parte, el argentino José Luis Coraggio (1997) ha propuesto abandonar la búsqueda de definiciones del desarrollo local. Según este investigador “el problema no es el significado de lo local, sino el significado del desarrollo” (: 42), señalando también la compleja cuestión de la escala: lo local en América Latina puede ser al mismo tiempo un barrio—una comunidad pequeña y relativamente homogénea—o una megalópolis de más de diez millones de habitantes —una realidad social y política muy fragmentada y contradictoria —.

Superando los límites del ‘desarrollo local’, una contribución latinoamericana a los debates contemporáneos en este campo ha sido la noción de poder local. Sin embargo, las múltiples definiciones ofrecidas en los dos últimos decenios han sido en general muy ambiguas. Los enfoques más optimistas venal poder local como una estrategia viable para el desarrollo político, la consolidación de la paz y la democracia mediante el fortalecimiento de políticas participativas a nivel local. Las referencias a la idea de poder local han sido particularmente influyentes en el espacio temporal y espacial inmediatamente posterior a las guerras civiles de América Central, reflejada en las discusiones en torno a la gobernanza democrática local en el contexto de los acuerdos de paz. Morna Mcleod (1997) señalaba, a mediados de la década pasada, que:

Después de la consolidación de la transición política y los Acuerdos de Paz, el poder local adquiere una importancia privilegiada entre los que lucharon por profundas transformaciones sociales, con la idea de que desde el espacio local es más factible hoy en día sembrar las semillas de la democracia participativa.

Desafortunadamente, más de una década después, las “semillas de la democracia participativa” no han germinado de la forma esperada en América Central, como lo prueba la reciente deriva autoritaria en Honduras, el muy limitado avance democrático en Guatemala, o la represión a las organizaciones ciudadanas independientes del gobierno en Nicaragua.

Argumentos similares sobre el poder local ya habían sido planteados con anterioridad en Brasil y en el Cono Sur, inmediatamente después de las traumáticas experiencias de las dictaduras militares de las décadas de 1970 y 1980 (Dowbor, 1994). En el caso de estos países, tuvo mucha incidencia la llamada educación popular , el enfoque emancipador desde la década de 1960 por Paulo Freire en Brasil y por muchos otros educadores a lo largo y ancho de la región. En la perspectiva de la educación popular, la democracia, y en particular la democracia participativa, adquiere una importancia sustancial. El pedagogo brasileño Pedro Pontual (1995), por ejemplo, ha contribuido aportes teóricos muy relevantes en la expansión de procesos de presupuestos participativos y otras iniciativas democratizadoras de base popular.

Las constantes referencias a las luchas populares y al pensamiento socialista marcan una clara diferencia entre las perspectivas latinoamericanas y otros enfoques internacionales sobre el desarrollo local. La mayor parte de la literatura internacional del desarrollo local tiende a reflejar el interés en la participación comunitaria y la mejora de las condiciones de vida de los pobres, pero no necesariamente enmarcadas en un proyecto político con un horizonte radical. Jenny Pearce (1999), en su análisis de diversas experiencias concretas de poder local en América Latina, ha advertido que las raíces de este concepto se remontan a más de cuatro décadas previas de activismo político y social, incluyendo una larga tradición de luchas revolucionarias. El ‘desarrollo local’ y el ‘poder local’ no son conceptos antagónicos, y en la teoría y en la práctica presentan muchos puntos de convergencia, pero no son sinónimos.

De forma más reciente, experiencias muy concretas de ‘poder local’ en Venezuela, basadas en formas innovadoras de democracia participativa como los consejos comunales, o las mesas técnicas de agua, electricidad o telecomunicaciones —con sus muchas luces pero también con sus muchas sombras; véase Chavez y Yánez (2009); Arconada Rodríguez (2009), López Maya (2009)— han tendido a revitalizar la vigencia del concepto más amplio y políticamente más radical del poder popular , que ya fuera asumido como eje de la acción social y política transformadora en el Chile de la Unión Popular, a principios de la década de 1970. El poder popular, en el marco de la llamada Revolución Bolivariana, tiene una base institucional muy clara en la Constitución nacional, la que desde el año 1999 ha caracterizado a Venezuela como una democracia participativa y protagónica . En la exposición de motivos de la carta magna se afirma que la república se “refunda” para establecer “una sociedad más democrática. Ya no sólo es el Estado el que debe ser democrático, sino también la sociedad”.

El siguiente párrafo extraído de una investigación publicado por Margarita López Maya sobre las mesas técnicas de agua (MTA) de Venezuela es ilustrativo de la potencialidad y las limitaciones que tienen estas nuevas expresiones de la democracia participativa a escala local:

Continuar y profundizar experiencias como ésta, que entrega capacidad de gestión a las comunidades pobres, ha sido un desafío para autoridades y vecinos que se comprometen en estas innovaciones. Las difíciles condiciones socioeconómicas de la gente pobre son un serio obstáculo para ejercer el derecho y el deber de la participación. Muchas personas, sobre todo mujeres, no pueden participar porque ya tienen una doble jornada: su trabajo remunerado y su trabajo en casa. A veces no pueden ni quieren participar en trabajo comunitario porque no es remunerado. La violencia también limita, porque el horario más conveniente para reuniones, la noche, es demasiado peligroso. [...] Otro gran problema es la inestabilidad de las políticas chavistas, ya que el cambio de un funcionario suele significar la paralización de la in-novación y/o los recursos. La MTA lo sufrió varias veces. Finalmente, este tipo de in-novaciones, si no se desarrollan dentro de una planificación más integral de mejora-miento de las áreas urbanas no planificadas donde hoy vive casi la mitad de las familias venezolanas, corre el riesgo de ser inútil. [...] Pero, pese a todo, las MTA son una innovación en la dirección correcta. Entrevistados sus integrantes, la mayoría mujeres, dicen que les ha cambiado la vida. [...] Han aprendido una serie de destrezas y asumido un conjunto de responsabilidades que les han permitido crecer como personas y ciudadanos(as).

Para concluir esta sesión, debemos necesariamente concretar los posibles significados de la democracia participativa . Hasta aquí nos hemos referido varias veces a este concepto sin ofrecer una definición concreta. Ello no es casual, ya que la literatura académica incluye múltiples y muy distintas definiciones, y no tendría sentido en un ensayo de estas características y frente a una realidad tan compleja, heterogénea y dinámica como la América Latina del presente limitarnos a presentar una definición cerrada. El concepto de democracia participativa se aplica desde la ciencia política a arreglos institucionales muy diferentes en distintas regiones del mundo y momentos históricos (véase Kelso, 1987), pero en general alude a procesos de devolución del poder que implican la maximización de las posibilidades de incidencia de los ciudadanos en la gestión pública. Es posible identificar tres corrientes principales en los debates académicos sobre la democracia participativa: la ‘pluralista’, la ‘deliberativa’ y la ‘societal’. La primera, basada en las ideas de Robert Dahl (1961 y 1982) y otros teóricos de la democracia pluralista, pone el énfasis en la interrelación entre las asociaciones cívicas y las instituciones representativas, en el marco de procesos orientados a potenciar una mayor participación de los ciudadanos en el control sobre los poderes del Estado en los períodos interelectorales. La visión ‘deliberativa’ ya ha sido analizada en la sección anterior de este mismo ensayo, explorando el tránsito desde la ‘democracia asociativa’ a la ‘democracia deliberativa’. El tercer enfoque no se limita a la participación en la instituciones políticas; propone la construcción de una ‘sociedad participativa’ como una posible vía de superación de las limitaciones de la democracia representativa y de construcción de formas políticas alternativas a ‘la política de mercado’ (actualmente en retirada, pero sin que nada garantice que no regresará incluso con más fuerza en los años por venir).

 

NOTAS

1 Para una exposición detallada de las múltiples dificultades de traslación del concepto de governance y sus derivados del original inglés a las lenguas latinas (castellano, francés y portugués) desde la perspectiva de una traductora especializada en ciencias sociales, véase Russell-Bitting (2000).

2  El significado y el desarrollo de los procesos de presupuestación participativa en América Latina y en Europa no forman parte de
este ensayo debido a que serán trabajados en módulos posteriores del programa de formación e investigación de Parlocal.

 

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