Odio: Bolsonaro reactivó y capitalizó el “antipetismo” visceral de las clases altas y medias, pero lo llevó hasta los límites socioeconómicos de esas clases y capturó parte de los sectores populares. Montado en el mismo sentimiento que movilizó una parte de junio de 2013, que casi provocara la derrota de Dilma Rousseff en 2014 y que le diera aire al poder judicial y el legislativo para avanzar en un impeachment de dudosa legalidad, Bolsonaro aglutinó para sí el odio al PT que otrora condensara el tradicional polo “tucano” (PSDB, el partido del ex presidente Fernando Hernique Cardoso) de la ecuación política de los últimos 20 años del Brasil. El candidato Geraldo Alckmin sólo obtuvo 6% de los votos (4to lugar), y perdió 19 escaños en el Parlamento, la peor elección en la história del partido.
Frustración: En un marco de profunda frustración con la clase política, Bolsonaro ha sido muy hábil en librarse de su pasado y construirse como el outsider que no es: fue diputado federal por 27 años, estuvo afiliado al PP durante 11 años de esos 27, el partido con mayor candidad de cuadros procesados en la operación Lava Jato. El vendaval de esta operación, con matices, claro, pues el principal blanco siempre fue el PT, cayó sobre todos los partidos que formaron parte del juego democrático desde el restablecimiento de la misma a fines de los 80. Los escándalos de corrupción alcanzaron al PT, al PSDB, el MDB (ex PMDB, el partido de Temer), DEM (ex PFL, el partido conservador más tradicional), y a muchos de los llamados “partidos fisiológicos”, del centro pragmático, produciendo un descrédito generalizado en la población en relación a la política. En un contexto de “son todos ladrones”, “son todos iguales” o “sólo trabajan en beneficio propio”, el ex capitán, con un estilo simplón y directo pero de mucha astucia, logró despegarse de esa clase y erigiste como una persona fuera de ese sistema corrompido. Sin dudas, el hecho que no tenga denuncias fuertes ha ayudado a fomentar esa imagen.